Qué mejor día que el de hoy para repasar las descacharrantes últimas palabras de algunos austriacos célebres.
1 de Noviembre.- Una de las veces en las que más me he reido fue leyendo la noticia de la muerte de Camilo José Cela.
¡Viva Sanse!
No porque yo le tuviera ninguna inquina a nuestro ilustre premio Nobel, ni deseara de ningún modo que la parca lo mandara a jugar al mus con San Pedro, sino por el modo en que en El Mundo (uno de los periódicos que yo compraba en aquella época) se contó la noticia. Totalmente en serio, el articulista explicaba que el escritor había expirado en presencia del presidente de la Fundación Camilo José Cela y de su esposa (del escritor), Marina Castaño. Que le había cogido la mano (a Marina) y que, tras asegurarle a la futura viuda de Cela que la quería con locura, con sus últimas fuerzas el Nobel había gritado “!Viva Iria Flavia!” (su localidad natal). A mí, esto de verme a mí en el postrer trayecto de mi vida, sentir acercarse a la muerte y que lo único que se me ocurriese fuera gritar “!Viva Sanse!” (por San Sebastián de los Reyes, localidad de la que somos Penélope Cruz y servidor, marco-incomparable-de-belleza-sin-igual) la verdad, me dio por reirme y estuve media hora que no pude parar.
Sin embargo, es imprevisible lo que se le puede pasar a uno por la cabeza al ir a dejar este mundo y qué mejor día que el de hoy, primero de noviembre, para darle un repaso a algunas de las últimas palabras que dijeron austríacos célebres.
Tormentas y diagnósticos erróneos
Empezaremos por Beethoven (Ludwig van). Lo sé. No nació en Austria, pero cascó en Viena el 26 de Marzo de 1827, durante una tormenta (que ya son ganas de morir como una drama queen). La tradición dice que el bueno de don Luis esperó para morirse la llegada del sacerdote que le traía el viático y que, terminado el rezo, le dijo:
-¡Gracias, señor! Me ha dado usted un gran consuelo.
Algún día se sabrá que lo de Iria Flavia era lo que parecía, o sea, una auténtica gilipuertez. La realidad, en el caso de Beethoven, fue también mucho más prosaica. Beethoven murió en presencia de unos amigos que le habían traido una botella de vino, una medicina muy apreciada entonces contra la hidropesía, mal que padecía el compositor de la quinta (de Beethoven). Con la botella en la mano, don Ludwig van, que había sido toda su vida un poquito borrachín, dijo: “Qué pena, pero ha llegado tarde,muy tarde” e hizo chimpún.

El príncipe Eugenio de Savoya falleció en Viena en 1736 en el Winterpalais de la Himmelfortgasse, actual sede del Ministerio de Economía austríaco. Savoya era pequeñito, francés, orgullosamente homosexual y un militar heróico (su estatua ecuestre decora la Heldenplatz, lo cortés no quita lo cabal). Su gusto por los pajes guapos se le perdonaba en su época porque, gracias a él (bueno, y a un montón de soldados que habían dado su vida por ese objetivo) Viena no había caído en manos turcas. Las últimas palabras de don Eugenio fueron:
-Ya basta por hoy. El resto –del trabajo, se entiende- lo dejamos para mañana. Si vivo.
No vivió, claro.

Joseph Haydn, el Michael Jackson del siglo XVIII, compositor mucho más popular que Mozart en su época, también murió en Viena en 1809, justo en los revueltos días en que Napoleón había conquistado la ciudad. Don José, que debía de ser un alma de Dios, al ver la cara de tribulación de sus sirvientes y pensar en el papelón que les caería para enterrarle en condiciones con el trajín de las guerras napoleónicas, intentó tranquilizarles diciendo:
–Tranquilos, hijos míos, que estoy bien.
Dicho esto, la espichó.
Héroes, cómicos y emperadores
Andreas Hofer, héroe nacional del Tirol, era un tío bragado (y meano, que hubiera dicho don Matías Prats, padre). Lo fusilaron los franceses en 1810, en la bella localidad italiana de Mántua. Justo cuando el pelotón disparó, dijo él su última frase:
-¡Pero qué mal tiráis!
Maria Antonieta, hija de la emperatriz Maria Theresia que estuvo muchos años sirviendo en Francia, fue condenada a muerte por los revolucionarios y conducida al cadalso junto a su marido y su hijo, el delfín. Cuentan que,al llegar a la guillotina, pisó el pie al verdugo que la iba a ajusticiar. Sus últimas palabras, suprema educación, fueron:
-Perdón, señor, ha sido sin querer.
Luego, cayó la cuchilla y ya no dijo más. Lógicamente.
Johann Nestroy, cómico austríaco, una especie de Martes y Trece resumido en una sola persona, era un tipo que demostró que se puede morir también con guasa. En su lecho de muerte, para aliviar a sus familiares, que ya le lloraban, les dijo:
-Consolaos, porque no váis a llorarme durante tanto tiempo como el que os habéis reido conmigo.
Terminamos este recuento con las últimas palabras del emperador Paco Pepe, repetidas hasta la saciedad en audioguías y libros. El marido de Sissi era un trabajador incansable –y de lo más ineficiente, añado-. La víspera de su muerte, le dijo a su edecán:
–No he terminado con mi trabajo. Mañana a las cuatro despiérteme usted como siempre.
Se lo encontraron tiesecico al día siguiente.
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