Con pocas horas de diferencia han fallecido Maximilian Schell y Luis Aragonés, dos personas, cada una por un motivo, muy relacionadas con Viena.
2 de Febrero.- Todos, en esta vida, nacemos con determinadas insuficiencias congénitas. La mayoría de las veces, tendemos a considerar esas cosas para las que somos incapaces como tonterías y, a veces, hasta nos molesta sobremanera que otras personas les den importancia.
Para disimularlo, fingimos que esas cosas nos parecen supérfluas y hacemos como que miramos por encima del hombro a aquellos a quienes les emocionan. En mi caso, las dos cosas para las que no estoy dotado son dos: la comprensión del fútbol y la conducción de vehículos con motor de explosión. Ambas me producen, como los supermercados de bricolaje, un aburrimiento insondable, infinito, un amuermamiento que no conoce fronteras ni correctivos.
Consolémonos, amigos
Solo una vez, sin embargo, rocé apenas lo que es el pan diario para mi amigo Adrián, el único ser que conozco capaz de tener la adrenalina por las nubes con un triste Albacete-Real Sociedad. Y esa ocasión única fue en 2008, cuando la selección española, que entonces empezaba a ser conocida como La Roja, ganó en Viena la Copa de La Vida que tocaba entonces, que creo que fue la de Europa. En la Plaza del Ayuntamiento de Viena, frente a una pantalla instalada enfrente de la fachada del Burgteather, conocí lo que es disolverse en una multitud. Esa sensación que emborracha más que el vino y que convierte al indivíduo más mediocre en héroe por delegación cuando el capitán de su equipo levanta la copa (mira que son feos todos los trofeos de fútbol, por cierto) o en criminal, también por delegación, cuando, agitada por el verbo flamígero de un desalmado, la masa cae en tromba sobre un país o sobre un grupo de personas que le sirve de víctima.
Ayer, en el grupo de Facebook que a todos nos acoge alguien escribió algo con lo que pretendía aliviar al Mundo de la pérdida de un supuesto genio. Consolémonos, dijo, porque vivimos en la ciudad que convirtió a Luis Aragonés en un mito. Y yo, como negado para el fútbol que soy, reaccioné como era esperable. O sea, sarcásticamente. “Nos ha jodío mayo, me dije, como si Luis Aragonés, que en paz descanse, hubiera inventado la bombilla o la cura contra el cáncer”.
Pero es que, claro, yo tampoco sé conducir. Así que de los coches lo único que me llama la atención es el color. Mi opinión, pues, no cuenta.
Maximilian se come un marrón del quince
Ayer también murió Maximilian Schell, a los 83 años (recién casado que estaba con una muchacha que le rebanaba la edad por el primer tercio). Schell nació en Viena en 1931, pero vivía en Suiza. Mujeriego incurable (un follarín de la pradera) en su haber tiene el haber aguantado durante tres años a Soraya, la mujer repudiada del Sha de Persia, según parece, una de las mujeres más aburridas y más bobas que el buen Dios se ha dignado poner en el mundo. Bella, como dijo alguien, “como el verdor hipnótico de las aguas estancadas” pero de una timidez enfermiza y una falta de luces que hacían que todo el mundo la evitase. Dios sabrá premiarle a Schell su paciencia.
En 1984, cuando su relación con Soraya habia terminado ya, Maximilian acometió la que fue, en mi opinión,la obra más genial de su vida.
Marlene Dietrich vivía retirada en su piso de París, sito en la Avenue de Montagne desde que había hecho su última incursión en el cine (Just a Gigoló, junto con David Bowie, ese extraterrestre, película durante al cual la otrora rutilante estrella aparecía en un lamentable y granítico estado de embriaguez). La falta de fondos (como decía mi abuela, “a las putas y a los toreros a la vejez los espero”) impulsó a Dietrich a aceptar la propuesta de unos productores que le ofrecían el oro y el moro por contar su vida en un documental. Dietrich se lo pensó, calculó la cantidad de botellas de whisky que podría sufragarse con el salario que le ofrecían, y luego aceptó la propuesta, poniendo sin embargo varias condiciones que hubieran desanimado al más pintado. El documental debería filmarse en su casa de París. No podrían filmarse ninguno de sus objetos personales. Ella misma no aparecería nunca en pantalla y solo se podría grabar su voz. Se acordó que Dietrich contestaría durante cuarenta horas a las preguntas del director elegido (Maximilian Schell, que obtuvo el encargo –un marrón del quince- por ser muchilíngüe y dominar el inglés, el francés y el alemán).
Cuando Schell se presentó en la avenida Montaigne, se encontró con una señora mayor que, cuando no estaba puesta hasta las trancas de estupefacientes, estaba borracha como una cuba. La Dietrich saltaba de un idioma a otro y solo la paciencia de Maximilian a la hora de lidiar con señoras que no estaban en sus cabales (su propia hermana, la también actriz Maria Schell, estaba también como el cencerro de la cabritilla de Heidi) hizo que Schell consiguiera aguantar los cinco días de grabación sin cometer una locura carcelaria.
Al final, Schell se encontró con un montón de horas de grabación que otro hubiera considerado inservibles pero, con ellas, montó un documental, Marlene, que es una obra maestra.
Dentro de diez años, de veinte, el nombre de Luis Aragonés será una referencia minúscula en la memoria popular; en cambio, cada vez que se pase por la tele Marlene, Schell volverá a vivir y la gente podrá quitarse el sombrero, como el primer día, ante su genio, su paciencia y la mano izquierda que tenía al lidiar con viejas drogadas y/o borrachas.
Así de injusto es el mundo.
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