El hombre que montó un poyo (*) por un “haiga”

hombre leyendo¿Qué día mejor que este para hablar de un tema así?

23 de Abril.- Querida Ainara (*) : hoy, día que ha amanecido soleado en Viena, es el del libro.

Oficialmente, se conmemora que Cervantes y Shakespeare se pusieron de acuerdo y decidieron morirse al mismo tiempo. Hace 398 años.

Como no podía ser de otra manera en un día en el que la literatura es la protagonista, el cimiento de la celebración es rigurosamente falso. Cervantes y Shakespeare murieron, sí, en la misma fecha, pero no el mismo día.

Justo en Abril de 1616 se realizó el cambio de calendario juliano al gregoriano, con lo cual uno de los dos señores vivió unos diez días más que el otro.

Momentos estelares de una vida

Te confieso con orgullo que uno de los momentos estelares de mi vida fue el de aprender a leer.

Me acuerdo perfectamente de dónde estaba, de en qué habitación de mi casa fue y de los muebles que había en ella. Me acuerdo de con quién me encontraba cuando sentí el milagro centelleante de las letras al juntarse formando palabras primero, frases después y el placer que me produjo poder descifrar aquel primer texto de la larga serie que han venido más tarde. Fue con tu abuela y estaba en lo que, entonces, era la sala de estar de mi casa –luego pasó a ser la alcoba de mis padres-.

En la mesa camilla había una faldilla de color marrón sujeta por un hule elástico transparente. Yo estaba de rodillas en una silla a la que le faltaban tres palos del respaldo –la has tenido que conocer porque creo que todavía existe- y mi madre pasaba el dedo por unas líneas de la cartilla. Mamemí momú, papepí popú. Era por la mañana, a eso de las once o las doce.

Aprendí a leer a principios del verano de 1980, en casa, porque en párvulos no me habían enseñado y para entrar en el Colegio Castilla había que saber. Si no, no pasabas la estricta fiscalización a la que Don Luís, que en paz descanse, sometía a los nuevos alumnos. Así que fue mi madre la que me enseñó y no la señorita Maria José, mi primera maestra que ya me encontró aprendido de casa.

Lo bueno, lo malo y lo regular

Desde entonces, la lectura y los libros lo han sido todo en mi vida. Y cuando digo todo, quiero decir todo. Lo bueno, lo malo y lo regular.

Lo bueno, porque los libros fueron el refugio y el gran consuelo de un niño que fue tímido, solitario y observador. Lo malo porque, metiendo la cabeza en todos los volúmenes que caían en mis manos, no hacía más que aumentar sin saberlo la distancia que me separaba de mis contemporáneos, y lo regular…Bueno, he perdido mucho tiempo leyendo libros que no merecían la pena. Aunque de todo se aprende y todo forma el gusto.

Mil veces, mil, he lamentado que algunos personajes de los libros que más amo o he amado no estuvieran vivos para poder hablar con ellos y, dependiendo de las etapas de mi vida, he sentido en el alma no poder jugar con los hijos del Robinsón suizo, esos tres hermanos que, ahora, me parecen un poquito repelentes, pero que hubieran merecido vivir solo porque existieran personas tan nobles y tan perfectas. Pasé miedo con Axel, el sobrino del profesor Lidenbrock, el más irascible de los habitantes de Hamburgo; y aún, cuando releo con el placer de siempre Viaje al Centro de la Tierra, siento un escalofrío no del todo desagradable cuando Axel se extravía y, en las entrañas del planeta, pierde el hilo de agua que le sirve de guía tras los pasos del islandés Saknussen.

No puedo separar mi descubrimiento del sexo de las estremecedoras imágenes de una traducción de Borges de Hojas de Hierba, de Walt Whitman, de la cual copié párrafos enteros a escondidas, párrafos que guardaba como un tesoro para consultarlos cuando mi memoria –que siempre ha sido buenísima para estas cosas- flaqueaba. Párrafos que utilicé para dotar de belleza mis amores adolescentes que fueron tan ardientes, hermosos y condenados a la tristeza como son todos los amores adolescentes pero sin duda, gracias a Borges, fueron mucho más refulgentes.

Leopoldo y Manuel, amigos del alma

Cuando la vida me trajo a Austria, traje conmigo a dos guías que hasta ahora no me han fallado: uno fue Vázquez-Montalbán y el otro fue Leopoldo Alas.

Alas, supongo que por afinidad de carácter, se ha quedado más tiempo.

La Regenta es mi libro favorito y, lo he sabido después, quizá sea porque fue un libro escrito a ratos perdidos –si es que se pueden llamar ratos perdidos los dedicados a tramar un novelón de dos tomos y más de mil páginas-.

Alas se refugiaba de la mediocridad de su medio, el Oviedo de su época, y de la grisura del mundo académico, convirtiéndose en otra persona: en Ana Ozores, su heroína.

Cuando yo llegué a Viena, me cobijé del chaparrón del idioma extraño, de la ciudad desconocida, de la incapacidad de expresarme, en las páginas de esa novela inteligente y desencantada, que es un mundo total y una fuente inagotable de enseñanzas vitales.

Me gusta La Regenta porque es impresionantemente moderna, porque ha envejecido fenomenal, porque es viva y fresca, porque es un libro que no engaña, escrito con honradez, con una deliciosa mala leche y también con una piedad exquisita. Me gusta La Regenta porque me parece que Clarín me guiña el ojo para hacerme cómplice cuando tiene que introducir alguna parte falsa o impostada, como si me estuviera diciendo “Paco: de colega a colega, aquí tuve que hacer esto porque si no, esto otro no se hubiera entendido”.

Me gusta La Regenta porque no hay buenos ni malos, como en la vida, e incluso con su heroína, Alas tuvo buen cuidado de pintarla como una mujer débil, incapaz de luchar contra la corriente de mediocridad que la cercaba.

Clarín fue un hombre que, al contrario que su protagonista, presentó batalla a la desidia, a la incultura, a la mediocridad.

En 1891, salió elegido concejal por el partido republicano. Durante el acto de nombramiento escuchó pacientemente los discursos de los otros cargos electos, hasta que uno de ellos soltó, en medio de uno, un “haiga”. Leopoldo Alas pidió la palabra y le soltó al pobre hombre una rociada tal, en clave de humor y de ácidas pullas, que el infractor quedó tan humillado que dimitió instantáneamente.

Cuando Alas lo supo, se disculpó ante el dimisionario y le convenció para que retirase la denuncia.

Quizá intuyó que es una especie de injusticia que los Frígilis (quien, sospecho, es el personaje de La Regenta que más se parece a Clarín) culpen a los Ronzales y a los Trifones Cármenes de una burricie que, quizá, no pueden evitar. Quizá también me gusta La Regenta porque, como Clarín, tengo poca fe en el ser humano y pienso que todos los esfuerzos por enderezar las cosas están, antes o después, condenados al fracaso.

Besos de tu tío.

(*) ¿Por qué poyo y no pollo? Antiguamente, cuando no había blogs, existía la costumbre de que, si alguien no estaba de acuerdo con algo, se subía “a un poyo” esto es, a un muro bajo y, desde cualquier esquina, le daba la turra a sus conciudadanos. Si no tenía muro bajo a mano al que subirse, la persona cogía cualquier objeto que soportase su peso y se subía a él. O sea, “montaba un poyo” desde el cual arengar a la muchedumbre. Algunos, como San Simeón el Estilita, que llegó a santo por pasarse cuarenta años subido a su columna (o poyo tamaño king size) no se conformaban con las palabras e incluso les arrojaban excrementos a sus contemporáneos –San Simeón con el santo empeño de convertirles-.La costumbre -la del poyo, no la de los excrementos- pervive hoy en los “speaker corners” del mundo anglosajón.

 

(*) Ainara es la sobrina del autor


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