Viena Directo serie oro (9): Antouniou somos todos

Munich München BayernLos científicos dicen que nos atraen las personas de nuestra raza pero de distinto grupo étnico ¿Será ese el secreto del éxito de los españoles en Austria?

Nunca se sabe de dónde puede venir la idea para un post. Di que me estaba duchando esta mañana, para combatir un poco las temperaturas de plomo derretido que están cayendo sobre Viena (¡Por fin!) cuando me he acordado, quién sabe por qué, de una de esas escenas que te alegran el día.

Semana Santa de hace cinco o seis años. Málaga. Prólogo o final de una de las procesiones de más fuste. En la imagen, Antonio Banderas semivestido de nazareno(sin capirote), a su lado, los labios de Melanie Griffith y Melanie Griffith adosada a ellos. Alcachofera de la agencia Korpa que le pregunta a Antonio Banderas las obviedades de costumbre a propósito de la devoción que siente por la imagen a la que acompaña todos los años. Y de pronto, Melanie, con esa vocecita de niña que la hizo famosa en grandes comedias y de la que, generalmente, nos priva el doblaje, dice, alta y claramente:

-Antouniou, te quierou una harta.

Arrobado, como sólo puede estarlo un macho de la especie homo sapiens (sapiens) cuando una hembra le dedica un homenaje semejante, Antonio Banderas hincha la pectoralidad y le aclara a la perpleja alcachofera:

Mira lo que me ha dicho, que me quiere una jartá.

Al recordar a Melanie, me ha dado un ataque de risa que casi tengo un accidente doméstico. De hecho, en uno de esos bucles mentales a los que mis lectores habituales ya estarán acostumbrados, iba en el metro repitiendo para mí lo de “te quierou una harta” y no podía con mi vida.

Pero volvamos a mi ducha. La imagen de Antonio y Melania me ha hecho recordar el hecho conocido de que, de los dosmil celtíberos aproximadamente que vivimos establemente en Austria (datos del INE), un alto porcentaje está en una relación de la forma “aborígen /aborígena- celtíbero/celtíbera”.

En una palabra: que les ponemos.

De esto se da cuenta el extranjerito que llega a Austria apenas pone el pie en el aeropuerto de Schwechat. Personas, como uno, que en su país eran/son del montón (o sea, en las que nadie se fijaba mucho) de pronto son cortejadas por miradas halagadoras que resbalan libidinosas por esas partes del cuerpo que los mediterráneos (aunque seamos de Castilla) nos esforzamos en ocultar cuando vivimos en nuestro país de orígen.

Me estoy refiriendo, señoras y señores, por ejemplo, a los pelos.

España es uno de los tres países de la Unión Europea que más dinero gasta en depilación masculina. El pecho legionario dejó de llevarse en España desde que los progres de la transición abandonaron la chaqueta de pana y se dieron a la sofisticación barbilampiña americana.

Sin embargo, en Austria, es abrirte la camisa y empiezas a sentir cómo el público potencial de ambos sexos mira con evidente cosquilleo esos vellos supérfluos que tú pensabas que te emparentaban con los estadios más bajos de la evolución y te alejaban definitivamete del universo de los objetos sexuales deseables.

También el acento. Los aborígienes y las aborígenas se sienten magnéticamente atraidos por la manera en que destrozamos las declinaciones, maltratamos la pronunciación preconizada por el Instituto Goethe y, en una palabra, por esa forma de hablar tan nuestra que hace que nos parezcamos (en celtíbero) a un esbirro de la Gestapo de cualquier película americana de los años cuarenta (“La ssol es fantástica esta tarrrde” y por ese palo) ¿Quién quiere aprender alemán en condiciones si hablándolo mal consigues que te acorralen contra los muebles y se lancen vivas a la madre que te puso en el mundo? Nadie. Pues eso.

¡Ay, Austria! Yo también te quierou una harta.


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