¿Qué sucede cuando un español mira un monumento como si lo viera por primera vez y no tuviera más información previa?
24 de Mayo.- Nota previa para mis lectores de fuera de España: A unas cuantas decenas de kilómetros de Madrid, en la sierra de Guadarrama, se levanta el complejo del Valle de los Caídos compuesto de monasterio, hospedería, basílica, osario y una cruz de hormigón que corona todo el conjunto –es la más grande del mundo, con 108 metros de altura; visible por lo tanto desde varios kilómetros a la redonda-. Al pie de la cruz se encuentran las figuras ciclópeas del escultor Juan de Ávalos, las cuales representan a los cuatro evangelistas.
El complejo fue abierto al público en 1957 y para su construcción, según las fuentes más imparciales y fiables, se utilizó mano de obra forzada (presos políticos, en muchos casos obreros republicanos procedentes de la minería, que fueron utilizados para excavar la roca, dada la inexistencia en la época de tuneladoras). En cualquier caso, durante la construcción del Valle y después, el régimen de Franco mantuvo al respecto la opacidad que le era peculiar. Se desconoce la procedencia exacta de los que construyeron los túneles –si eran presos comunes, republicanos represaliados o qué cantidad exacta de obreros trabajaron en la construcción del “monumento”. Se desconoce asimismo cuántos fallecieron exactamente –hubo muertos, sin ninguna duda-,se desconoce quiénes de los fallecidos lo fueron por accidentes laborales debido a las nulas condiciones de seguridad o por las penosísimas condiciones de trabajo que reinaban en la obra. Lo que es indiscutible es que hoy en día reposan en el Valle los restos mortales de Francisco Franco, gobernante totalitario de España entre 1939 y 1975, fallecido por causas naturales, y Jose Antonio Primo de Rivera, fusilado por el bando republicano durante la guerra civil (1936-1939). Primo, fue el fundador del partido fascista español (Falange), partido que quizá por haber pervivido hasta mediados de los setenta del siglo pasado, tuvo una trayectoria más compleja y enredada que la de sus parientes europeos . Junto a estos dos muertos prominentes, como decía más arriba, los restos de casi 35000 desgraciados de los dos bandos de la contienda fratricida. Ni ellos ni sus familias pudieron elegir el último lugar de descanso y esperan la resurrección (o no) en el que sin duda debe de ser uno de los cementerios más tétricos del mundo. A los “hunos” y a los “hotros” va dedicado el siguiente relato.
Madrid, Mayo de 2014.
En un coche alquilado, blanco, llegan a las puertas del Valle de los Caídos el escritor y su compañía, la cual le sirve de chófer por carecer el plumillas de los permisos necesarios. Paran el vehículo frente a una garita. Son las once de la mañana de un día soleado y radiante. Se dirige a ellos un guardia :
–Buenos días ¿Vienen ustedes a visitar el Valle?
–Sí, señor.
-La entrada son nueve euros –¿Neun Euros? Dice la persona al volante, que sabe español y se escandaliza por la clavada. Saca el plumillas la tela y el guardián le tiende dos boletos rojos en los que pone Santa Cruz del Valle de los Caídos, Tarifa Básica -¿Cómo será la Premium?-.
El guardián, algo apocado, como si tuviese que pedir disculpas por algún secreto sombrío, se extiende en más explicaciones:
–A las once es la misa, que es “en gregoriano” –sic- si se da prisa, todavía llega.
(Quien conduce dice en alemán “¿A las once?” pues ya son las once y diez, no sé qué vamos a ver).
Sonríe el plumillas, da las gracias y el coche blanco emprende el camino a través del pinar fragante. El escritor se sorprende de la pervivencia en la memoria de los recuerdos de la primera infancia. Estuvo en el Valle cuando era un niño muy pequeño, pero se acuerda perfectamente del trayecto, de la carretera gris pensada para grandes afluencias de turistas (afluencias que, afortunadamente, no parecen producirse muy a menudo), del olor de los pinos, del silencio serrano.
Después de tomar el desvío necesario llegan el español y su acompañante a un aparcamiento semivacío al pie de la explanada de la basílica. Dos locales, que quizá fueron pensados originalmente para albergar tiendas de recuerdos, exhiben sus puertas y escaparates cegados. En la cima del monte, la Cruz.
Empieza a sentir el escritor una vaga incomodidad. Incomodidad que no le ha asaltado, por ejemplo, al visitar los vestigios de otros regímenes totalitarios, por ejemplo, la criminal dictadura hitleriana. En la explanada frente a la basílica, un grupo de adolescentes franceses tontea, se ríe y merienda y el escritor se pregunta qué pensarán, qué les habrán explicado y cómo interpretarán ellos la plaza, la explanada, la gran escultura de la Piedad recientemente restaurada (una piedad en la que la Virgen tiene unos ojos hundidos y ciegos de actriz del cine mudo). El panorama de la sierra es, por lo demás, imponente. En las rendijas del enlosado de granito crecen malas hierbas.
-¿Entramos?
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