¿A qué edad se hace uno demasiado mayor para enamorarse?
28 de Mayo.- Querida Ainara (*) : llega un momento en tu vida en que las cifras de tu edad adquieren, sin tú quererlo, un doble significado, según se apliquen a ti concretamente o a un indivíduo abstracto.
Por ejemplo y sin ir más lejos: si pienso en mí y digo “treinta y ocho años” y me miro en el espejo, veo a un hombre joven, sano, risueño, resultón (modestia aparte) el cual, afeitado, podría aparentar perfectamente andar todavía al principio de la treintena (digo afeitado porque la barba ya me empieza a blanquear y claro, esas canas dan el cante más de lo que yo quisiera).
Sin embargo si, por ejemplo, leo que tal o cual autor escribió su obra mejor cuando tenía cuarenta años –¡Clarín escribió La Regenta con 33!- no puedo evitar pensar en un señor (en el sentido en que la palabra “señor” tenía en mi niñez y que, me temo, ha perdido ya).
De mí mismo, diría que aún estoy en la flor de la vida, en un momento muy dulce en el que todavía tengo todas las fuerzas intactas y, sobre todo, en donde gozo plenamente de la gran ventaja de la edad, o sea, ese poso, ese criterio que permite diferenciar lo accesorio de lo que de verdad tiene importancia en esta vida.
Sin embargo, también es cierto que a muchos de mis contemporáneos, de mi edad o un poquito mayores, les está invandiendo una curiosa intranquilidad: la que produce la sospecha de que, dentro de poco, determinadas cosas habrán echado para ellos la persiana de cierre.
En los últimos seis meses, por lo menos cuatro personas de una edad parecida a la mía me han hablado de sus vidas amorosas y, al hablarme de sus vidas amorosas, han aludido a la posibilidad de estar enfrentándose a “la última oportunidad”, con un dramatismo algo cómico y digno, en cualquier caso, de una causa muchísimo mejor.
(Yo, por supuesto, no me he reido porque sabía que, para los afectados, el temor iba muy en serio).
En dos de los casos se trataba de relaciones con pocas semanas de vida y en otros dos de unas relaciones guadianescas en la que sus protagonistas no saben bien si buscar criada o ponerse ellos a servir.
En todos los casos, mis confidentes tenían la sensación de que, esta vez, deberían ser especialmente cuidadosos, porque quizá no habría una próxima oportunidad ¿Tenían razón?
Yo creo, Ainara, que vivimos demasiado cautivos de los estereotipos.
Unos estereotipos impuestos por unas circunstancias sociales y unas épocas muy distintas a las nuestras actuales. Circunstancias en las que el amor, la decisión de dos personas de enamorarse, tenía mucho (o todo) que ver con la decisión de tener hijos. Claro, en esas circunstancias, una mujer que alcanzara, pongamos, los treinta y cinco, sin pareja estable, podía considerar que tenía todo el pescado vendido.
En nuestra época, por otro lado, entra otro factor en juego y es esa idea de que pareciera que solo las personas jóvenes y hermosas pueden tener relaciones sexuales y que, pasada esa edad en la que los hombres deberíamos ser algo prudentes a la hora de quitarnos la camiseta, el único recurso que nos queda es meternos en un convento de capuchinos a rezar por nuestra alma.
¿Existe el último tren? Al contrario que muchos de mis contemporáneos, yo creo que nunca se es demasiado viejo para enamorarse y que nunca se es demasiado mayor -¡Y sobre todo a mi edad, por favor!- para que alguien se enamore de uno. Siempre es un placer darse cuenta de que a uno le echan un repaso en el metro, o cuando se da ese tonteo en el que los implicados saben perfectamente que no se va a llegar nunca a nada y que, si bien se mira, es una de las cosa que hacen que la vida merezca la pena vivirse.
Sí que es verdad, quizá, que hay que tener un poco de cuidado para que las mieles de cierta estabilidad no le pillen a uno demasiado mayor. Con la edad, todos nos volvemos raros, y cuesta mucho más ceder un remo cuanto más tiempo ha estado uno acostumbrado a remar solo.
Aunque quizá lo fundamental sea tener siempre presente esto: no hay metas volantes fijas, no hay caminos, no hay plazos, y cada persona es un mundo. Lo que a mí me pasó con veinte a otros les pasa con treinta y cinco o con diecisiete. Quién sabe a qué edad te pasará a ti (o cuántas veces a lo largo de tu vida)
Muchos besos de tu tío.
(*) Ainara es la sobrina del autor
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