Desde que Gutemberg inventó los tipos móviles, no ha tenido la autoridad tanto que temer como hoy. En Austria, y en todo el mundo, solo le queda a lo establecido un camino.
16 de Julio.- Querida Ainara (*) : los tiempos que vivimos se parecen bastante a una escena de mi película favorita cuando yo era niño ¡Cuántas veces soñé ser Indiana Jones –o Tapón- e ir en busca del templo maldito! En esa película, la más oscura de la saga de Indiana Jones, el héroe, Willie Scott (“la famosa cantante” interpretada por Kate Capshaw) y el bueno de Tapón, tienen una escena trepidante de persecución montados en unas vagonetas de una mina. Así va el mundo, cada vez más rápido. Por un lado, necesitamos la velocidad para huir de nuestros fantasmas y, por otro, los fantasmas nos piden que ejerzamos el control sobre la velocidad a la que corre la vagoneta, no nos vayamos a “esmorrar”.
La artífice de este estado de cosas ha sido, sobre todo, internet. Yo soy de los que piensan que nunca, desde que Gutemberg inventó los tipos móviles, ha tenido la autoridad tanto que temer del ciudadano medio. Las estructuras que nos parecían intocables están saltando por los aires porque no hay estructura que resista la observación constante, la prueba del ácido que constituye estar siempre bajo la lupa del ojo público.
Las primeras estructuras en caer fueron las que estaban sujetas a personas y quizá, la primera de entre ellas, la monarquía inglesa la cual, a raíz del accidente en el que murió la pánfila de Lady Diana de Gales tuvo que reinventarse.
La gente, levantó los mascarones, el perfil orgulloso de la reina de Inglaterra en las monedas y solo vio a una señora mayor que no sabía adaptarse al hecho incontestable de que su nuera, siendo lo que era (o sea, repito, una muchacha más simple que el mecanismo de un chupete), fuese sin embargo mucho más querida que ella y Elton John le hiciera canciones. Tuvo que reinventarse la monarquía y ahora los ingleses, ayudados eso sí por los mejores expertos en imagen pública y luminotecnia, han conseguido el milagro de tener unos reyes que, cuando quieren, son luminosos e inalcanzables como las estrellas de cine y, cuando les peta, se convierten en personas que tienen niños y pasan noches sin dormir porque al crío le está saliendo un dientecillo.
La siguiente cosa que cayó –aunque bueno, esto venía cayendo por lo menos por lo menos desde antes de la segunda guerra mundial– fue la religión organizada. Aún para nuestros padres, era una cosa prácticamente inevitable el pertenecer a una confesión de las milenarias pero la gente ya no cree en el principal instrumento que las confesiones milenarias tenían para captar adeptos, que era la amenaza del infierno ultraterreno (y hace bien la gente, claro) y se ríe de los exorcismos y los demonios como lo que son: cuentos de viejas que servían para tener a la gente atemorizada y que no viera más allá de las antojeras.
Curiosamente, sin embargo, y en contra de lo que, muy cándidamente, creen los ateos, no están cayendo las religiones organizadas para que suba el número de no creyentes o de agnósticos (que siguen siendo cuatro lo mismo que antes). En Austria, por ejemplo, la gente, incapaz de rodear el hecho incontestable de que hay partes de nuestras vidas que a) no entendemos b) no controlamos y c) nos producen miedo, se están dirigiendo o bien hacia creencias que tienen de la religión de antes el componente mágico o maravilloso, o sea, esa cosa confusa de las energías que solo unos cuantos escogidos, chamanes, pueden controlar o bien hacia la recreación de religiones precristianas. Florecen en Austria engorrosos cultos druídicos, macarrónicas creencias celtas trufadas de una ecología las más de las veces cursi, en las que es mucho más importante la experiencia del creyente que la gymkana espiritual a la que la Iglesia tradicional somete al fiel, y que pasa por una serie de metas volantes (dogmas) establecidos por una jerarquía a la que, el ciudadano de la calle, ve como un grupo de señores mayores que son como cualquier particular.
En realidad, y no soy muy original diciéndolo, el Papa Paquirri está intentando la cuadratura del círculo de que al cristiano se le reconozca no por lo que cree, sino por cómo vive. Por eso esa insistencia de él en seguir durmiendo en una habitación modesta o en llevar unos zapatos de caballero sesentón normal o una cruz que es de un metal barato (da igual el oro, lo importante es la cruz), o ese escándalo ante los apartamentos lujosos de los cardenales que, teóricamente, creen todo lo que la Iglesia dice que hay que creer, pero a los que Jesucristo, de haber vivido hoy, no hubiera ni mirado a la cara. Porque lo que aprendió la reina Isabel, o lo que ya traía sabido el bueno del Papa de Buenos Aires, es que, en este mundo, lo único que resiste el escrutinio público de este siglo XXI es aquello que es de verdad o que es una imitación tan buena de lo que sale del corazón, que vuelve humano todo lo que toca.
Naturalmente, lo humano, lo que sale del corazón, se lleva mal con las normas establecidas, con las estructuras castradoras de la experiencia individual. Y esa es la tensión en la que vive el mundo de hoy, la vagoneta en la que todos vamos y que, quién sabe, igual descarrila y hace que nos “esmorremos” el día menos pensado.
Besos de tu tío
(*) Ainara es la sobrina del autor
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