¿Qué puede impulsar a diez personas, entre los diecisiete y los veintisiete años, para juramentarse y tratar de viajar para ofrecerse “al martirio”?
21 de Agosto.- Hace muchos años, cuando yo era (más) jovencito, leí la autobiografía de Charles Chaplin (el papá de Geraldine, el abuelo de una de las actrices que sale en Juego de Tronos, el que fue suegro del director español Carlos Saura y yerno del gigantesco dramaturgo americano Eugene O´Neill).
Chaplin escribió el libro en su –algo forzado- retiro suizo y, quizá fuera porque la traducción era espantosa, solo recuerdo del volumen (por lo demás de respetables proporciones) dos cosas: la primera, la descripción que Chaplin hace de la sordidez de su infancia y la transcripción del que, sin duda, es uno de los parlamentos más bellos de la historia del cine: el discurso final de El Gran Dictador.
¿Pobres, pero felices?
Cuando Chaplin habla de su niñez –sobre la que cualquier analista, por muy poco avispado que fuera, haría descansar la tremenda avaricia y la legendaria tacañería del genial cómico británico– dice que “la pobreza nunca es hermosa”. Es una frase que me marcó desde que la leí y estoy convencido de que todas esas cosas que se dicen y escriben a propósito de que, en los países del tercer mundo, la gente es más feliz porque no está contaminada por el grosero consumismo que a nosotros nos invade son gilipolleces de gente que quiere calmarse la conciencia. Por que, vamos a ver, si la gente es tan feliz siendo pobre ¿Por qué “se sacrifican” los ricos y son ricos? ¿Por qué se enlodan los pobres en guerras de religión imbéciles? (no hay pleitos más estúpidos que esos que Dios podría arreglar tan facilmente y sobre los que, lo que son las cosas, no se pronuncia) ¿Por qué la conflictividad de los países, y la propensión de la gente a elegir opciones políticas extremas, es inversamente proporcional al PIB? ¿Por qué no estallan revoluciones en lugares en donde la gente tiene la andorga llena? Sarah Bernhard dijo una vez que “el secreto para hacer a los niños buenos es hacerles felices”. Se la podría parafrasear diciendo que el secreto para pacificar un país es darle pan y trabajo a sus habitantes (lo primero, para calmarles, lo segundo para que no tengan tiempo de darle vueltas a la cabeza).
Pensaba yo todo esto al leer la noticia con la que los austriacos se han levantado esta mañana.
La ley de la frontera
Nueve personas, de edades comprendidas entre los diecisiete y los veintisiete años, han sido detenidas cuando se disponían a pasar la frontera para viajar a oriente medio. Son de origen checheno y querían llegar a Siria para hacer “la guerra santa” (o sea, la yihad).
En Viena hay una comunidad chechena relativamente grande. En esta ciudad que se precia de rica, los chechenos son en su mayoría pobres desgraciados que viven en esa especie de mundo paralelo en donde, los que tenemos una vida de inmigrantes integrados, depositamos a la gente que no cuenta con la formación o con las oportunidades para poder pertenecer “al club”.
Al estar fuera de ese club y, además, al provenir de un área del mundo en donde reinan las mismas condiciones de violencia y sordidez que, pongamos, reinaban aquí en el siglo XV (descontando el gran progreso que la industria de armamentos matagentes ha experimentado desde entonces) los chechenos caen facilmente en redes mafiosas que imponen su ley. Es una constante en la Historia. Los que no tienen en donde caerse muertos, buscan siempre la protección de los señores de la guerra o de los que, a cambio de interceder por ellos ante las divinidades, cobran un peaje en forma de bienestar material o pleitesía.
De vez en cuando, en las noticias, salen crímenes protagonizados por chechenos en los que no es difícil rastrear el choque cultural. Por ejemplo, mujeres muertas a manos de sus cónyuges. Mujeres que miran a su alrededor y quieren escapar del yugo de los hombres, y vivir como las mujeres austriacas viven, y trabajar, por ejemplo. Pero ya se encargan ellos y los que le imponen la moral al grupo (clérigos más o menos fanáticos, como sucedía en la España de Franco) de que ellas sigan en una posición dependiente.
Los chechenos van en chandal (unos chándales de marcas caras que ningún austriaco se pondría para salir por la calle) y ellas con faldas largas, cargadas de chiquillos desde muy jovencitas.
En estas condiciones de pobreza material (la cual no tarda en conllevar otras pobrezas) está abonado el campo para que el fanatismo florezca. Probablemente es el caso de estos detenidos y probablemente fue también el caso de la muchacha a la que habían captado por Facebook en Melilla, España.
Es muy triste que, a pesar de todo, hayamos aprendido tan poco.
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