Ayer empezábamos con su historia y hoy la señora del castillo nos sigue enseñando sus tesoros.
25 de Agosto.- Uno de mis libros favoritos es 1984, de George Orwell. Como todas las obras maestras, se puede ver desde múltiples puntos de vista, pero aquel con el que yo me identifico más es con que 1984 es un lamento largo, tierno y prolongado por lo que Orwell consideraba que era la muerte de una forma de entender la cultura. La alta cultura.
A pesar de ser un manojo de traumas y una persona con serias dificultades para vivir en el mundo que le tocó (quizá por eso su afición a las experiencias extremas, como su tiempo de periodista en la guerra civil española durante el cual, sospecho, no entendió un pijo de lo que pasaba), todos los que formamos parte de esa hermandad de yonkis que son los lectores de libros, no tenemos ni las más mínimas dificultades para identificarnos con el horror que sintió Orwell cuando se dio cuenta de que, a mediados del siglo pasado, con la extinción de los últimos ecos de la Belle Epoque, moría también una manera de entender el disfrute de la vida.
Por eso, quizá, una de las escenas más conmovedoras de 1984 es esa en la que Winston Smith va al anticuario miserable del barrio obrero y compra un humildísimo pisapapeles de vidrio que tiene dentro un trozo de coral.
Ayer, yo sentí lo mismo cuando llegué a la modesta pero, al mismo tiempo, fastuosa biblioteca de la propietaria del castillo.
Mientras hacía esfuerzos para poder volver a encajar las mandíbulas, sentí el vértigo que debe de sentir el drogadicto que se ve ante él una montaña de varios kilos de la heroína más pura y sin cortar. Una habitación tan grande como mi casa, unos cien metros cuadrados, tapizada del suelo al techo con estanterías negras (de las más baratas de Ikea, las Billy), llenas de libros.
–Son como diezmil –dijo la propietaria del castillo, bastante divertida por mi asombro.
En el centro del espacio, una cama antigua con cabecero de metal y una chimenea de leña.
Como Winston Smith, tragué saliva y me dirigí a la estantería más próxima. Aterricé en la sección de biografías y política. Había varios volúmenes enormes, originalmente lujosos aunque algo ajados por mudanzas, mercadillos, guerras mundiales y otras vicisitudes, impresos durante la primera mitad del siglo pasado. Con el cuidado exquisito de quien ha vivido una niñez en la que los libros eran un bien escaso y precioso, acaricié las tapas de los más vistosos sin dejar de murmurar “qué maravilla, pero qué maravilla”.
La dueña de los libros, satisfecha, me animó, como me animaba mi abuelo cuando yo era pequeño, a que cogiera el libro que más me interesase.
–Llévatelo al bar si quieres y lo miras tranquilamente aunque –sonrió misteriosamente- te advierto que allí tengo algo todavía mejor.
Con mucho cuidado, cogí un libro grande, de formato apaisado, lleno de grabados antiguos protegidos por un papel biblia que había conocido mejores días y, como si cargase con una reliquia –bueno, es que estaba cargando con una reliquia- me dirigí al bar, parte de lo que, probablemente, habían sido las habitaciones del abad durante los tiempos en los cuales el castillo había sido la abadía más importante de Hungría.
Al llegar, la anfitriona me tendió una copa de aperol y un libro algo extraño, con la portada de color turquesa y el título grabado en plata. Al abrirlo, me encontré con que el libro, en realidad, era una caja y contenía un estereoscopio y una colección de postales antiguas estereoscópicas –el sustituto de nuestros bisabuelos para el cine en 3D-.
Como Winston Smith, saqué con cuidado, casi diría que con unción, el estereoscopio de su funda –las dos lentes, la estructura plegable de metal- y puse la primera postal estereoscópica en él, mientras la señora del castillo me explicaba cómo tenía que entornar los ojos para conseguir el efecto tridimensional. Cuando el milagro sucedió por primera vez, hubiera podido llorar de alegría. Me pareció como si en aquel chisme de los tiempos de Noé, estuviera resumida toda la civilización occidental.
Había vistas de ciudades remotas, de barcos que abandonaban el puerto, había estampas callejeras primorosas, generales examinando los mapas antes de una batalla importante, el interior del lujoso vagón de tren de la reina Victoria. Mientras mi amigo y la señora hablaban de todo lo imaginable yo, totalmente ajeno a la conversación, disfrutaba maravillado de aquel juego óptico con el que quién sabía cuántos niños, ya muertos, se habían entretenido antes que yo.
El juego de las postales –numeradas- estaba completo y era un encanto verlo pero, a los diez minutos de estar disfrutando, con ese pudor que nos entra a los adultos de mostrar nuestro placer cuando es puro y algo infantil, sentí que era hora de abandonar aquella infancia sobrevenida y reincorporarme (a regañadientes) al mundo de los adultos.
Volví a plegar el estereoscopio con mucho cuidado, lo reintegré a su funda y ordené de nuevo las tarjetas de cartulina dura con las vistas de acuerdo a la secuencia en la que yo me las había encontrado.
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