
¿Puede un libro (pueden unos libros) cambiar tu percepción de la Historia y de tu propia familia? En mí, ha sucedido.
27 de Agosto.- Querida Ainara (*) : España es un país con larga tradición de guerras civiles. Puede decirse que, desde que la cosa empezó a ir mal y, lo que es peor, se vio que no se iba a arreglar a corto plazo (1700, cuando murió ese siniestro espantajo que fue Carlos II, el último de los Austrias) el deporte favorito de los españoles ha sido matarse unos a otros.
Como nos encantan los bandos, puede datarse en ese punto el nacimiento de las llamadas “dos Españas”.
Simplificando enormemente, por un lado, estaban los tatarabuelos de los conservadores de hoy, apegados a sus clanes, a la propiedad de la tierra, a sus iglesias, a su alergia a la meritocracia y su repelús por los libros.
Por el otro, los que veían en la Francia volteriana y en su ilustración y modernidad, un ilusorio remedio para las anquilosadas estructuras de un país en el que la educación de las masas,hoy como entonces, sigue siendo una asignatura pendiente.
El siglo XIX fue para España como esas réplicas que se producen después de un gran terremoto.

El seismo fueron las guerras napoleónicas y las réplicas un interminable rosario de golpes militares de distinto signo. El espadón conservador intentaba que el país regresase a una arcadia, que nunca existió, en donde reinaba la Santa Tradición. El espadón liberal desataba una furia comecuras y trataba de meter en cintura al rey de turno a base de promulgar una constitución (o de resucitar la de Cádiz, exquisito producto de la Ilustración). Cuando triunfaba el conservadurismo, los liberales iban a presidio o se exiliaban en Francia y Portugal a echar pestes del clero y de los políticos carcas, hasta que cambiaban las tornas, momento en el cual se producía el fenómeno contrario y los conservadores se marchaban fuera del país a lamerse sus heridas, a añorar sus latifundios y rezar muchos rosarios.
En 1936, un grupo de militares se sublevó en lo que, a primera vista, parecía que iba a ser una guerra más de las del siglo XIX.
Una cosa rapidita. Tres meses máximo y luego, un paréntesis más o menos largo hasta que volviera a darse la vuelta a la tortilla. Eso creyó todo el mundo.
Como lo peor es un saco negro y sin fondo, no contaron con que la guerra moderna permitía una crueldad sarracena que en el siglo XIX hubieran resultado utópica.
A los pocos meses de empezar una contienda que, casi desde el principio, se planteó como una batalla final para la aniquilación del contrario, Francisco Franco Bahamonde, un militar cuyo único apetito sostenido fue el ejercicio del poder, asumió el mando del ejército que se declararía vencedor.
En parte por falta de pericia militar y, aunque parezca contradictorio, en parte de manera consciente, fruto de su experiencia como africanista, Franco alargó la guerra para hacer posible el primer paso de una purga exhaustiva en la retaguardia.
Cualquier sospechoso de no comulgar con los levantiscos, aunque esa sospecha fuera mínima, fue pasado por las armas o sepultado en un silencio espeso.

El bando republicano por su parte consiguió, al principio, poner coto en su zona a las atrocidades contra burgueses y clérigos pero, cuando los comunistas asumieron el mando, resucitó también la represión en la zona llamada roja y toda España se convirtió en una máquina gigantesca de picar carne humana cuya actividad tuvo consecuencias atroces en las décadas siguientes. Por lo pronto, el mundo literario e intelectual, floreciente durante la República, fue diezmado por los “hunos” o por los “hotros” y los representantes más conspícuos de la llamada “Edad de Plata” fueron muertos,mandados al exilio (exterior o interior) o bien tuvieron que abandonar su actividad o desarrollarla de acuerdo con los nuevos estándares santurrones y cacareadores de consignas.
Suele hablarse sobre todo de los literatos, que son los más vistosos, pero la guerra civil fue la tumba también de la ciencia española, la cual, salvo casos aislados, tardaría décadas en recuperar un brillo mínimo. Los vencedores de la guerra cercenaron el fecundo cordón umbilical que había unido a las élites hispanas con las élites europeas y todo lo que oliera a laico, por poco que fuera, fue condenado a la piqueta o al fuego purificador. En lo que había sido el salón de actos de la Residencia de Estudiantes, templo y meca del movimiento regeneracionista de la Institución Libre de Enseñanza, se construyó tras la guerra una capilla bajo la advocación del Espíritu Santo. No te digo más.
Y si la guerra fue mala, la Victoria fue mil veces peor. Particularmente durante los llamados “años de plomo” (después la cosa parece que aflojó un poco) España se convirtió en un enorme penal en donde se asesinó sistematicamente (por bala mediante fusilamientos masivos o matando de consunción, los del tito Adolfo no inventaron nada, a los presos de las cárceles o los campos de trabajo). Fue un país España en donde se suspendieron todas las garantías jurídicas y en donde se decidía el destino de las personas dependiendo de la vieja ley de que “quien tiene padrino se bautiza”.

La economía, destruida por tres años de guerra, dirigda con criterios obsoletos y torpes por personas qué no veían más allá de sus narices,condenó a los ciudadanos al hambre y a la desesperación. Yo he crecido todavía con los relatos de tus bisabuelos y de tus abuelos, los cuales, pobrecitos, pasaron más hambre que un caracol agarrado a un vaso, y tú probablemente escucharás por boca de tu abuela los relatos de su siniestra niñez, en un colegio de monjas que Dickens no hubiera podido imaginar sin conmoverse.
Hasta hace unos meses, todas estas cosas que te cuento hoy fueron para mí un lejano telón de fondo de mi infancia, pero empecé a verlas bajo otra luz desde que, por casualidad, me compré El Lector de Julio Verne, de Almudena Grandes, en una edición de bolsillo que ahora está en casa de tus abuelos y pasa de mano en mano. Lo leí completo en tres días, sentado al borde de la piscina de un hotel de La Herradura, en Granada. Cada cierto tiempo, tenía que parar de leer, porque se me caían unos lagrimones que me emborronaban las letras y, más de una vez, me tuve que ir al baño para que los pocos bañistas de aquel hotel en temporada baja no se dieran cuenta de que estaba sollozando.
Porque el libro es muy bueno, pero para mí fue muy especial porque en él vi reflejadas las historias que tantas veces había escuchado de pequeño y de mayor y que se agolparon instantaneamente en mi memoria. La foto de tu bisabbuelo, delgado como el palo de una escoba, todo nariz y orejas, con un traje demasiado grande con un brazalete negro cosido a la manga derecha, posando al lado de la tumba de su hermano fusilado. Una foto en la que cabe toda la tristeza del mundo. A tu abuela, una niña delgadita de la edad que tú tienes ahora, atravesando en plena noche los montes oscuros del Cabo de Gata, para ir a buscar a tu bisabuelo que estaba patrullando aquellas playas desiertas con otro número de la Guardia Civil. A tu bisabuelo, escribiendo a la luz de un quinqué, con la pulquérrima letra de palo que tuvo siempre, un libro de atestados en donde se consignaban todos los crímenes, desde la zoofilia al bandolerismo, por orden de su jefe, para matar el tiempo, sin saber –yo lo supe hace dos años- que, muy cerca, se estaba reuniendo la plana mayor del Partido Comunista de España, que había pensado que la zona de Agua Amarga y el Cabo de Gata (hoy, como entonces, paraisos naturales) eran un lugar tan olvidado de la mano de Dios, que nadie se iba a molestar en buscarles allí.
Lloraba, Ainara –y esa es la magia de la literatura- porque de pronto todas aquellas historias, gracias al libro, adquirieron presencia y peso, y se obró un milagro difícil de explicar: mi abuelo, tu bisabuelo, dejó de ser solamente mi abuelo para convertirse en un ser humano completo, con sus flaquezas y sus virtudes, y no la visión parcial que yo, como nieto suyo que soy, tuve de él. Y mi madre dejó de ser solamente mi madre y recuperé de pronto, hilando unas historias con otras, esa parte de su vida en la que ni ella misma podía imaginarse que sería mi madre ni la de mi hermano, ni la joven que yo tengo conocida en las fotos, sino una niña de la edad que tú tienes ahora, a la que sus padres tuvieron que dejar interna en un colegio atroz para que, por lo menos, comiera una comida caliente al día.
Muchas veces me pregunto quiénes de estos que comparten el mundo hoy conmigo perdurarán hasta convertirse en clásicos, como Clarín, como Pérez Galdós, y desde mayo estoy seguro de que, por esto que te acabo de contar, será Almudena Grandes uno de ellos.
Besos de tu tío.
(*)Ainara es la sobrina del autor
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