Pensándolo, me he dado cuenta de que los médicos vieneses están hechos de una pasta especial. Y me gusta.
10 de Septiembre.- Querida Ainara (*) : no sé por qué, pero en Viena tengo muchos amigos y conocidos que se dedican a la medicina. Podría decir que casi un cuarenta por ciento de las personas que frecuento son mecánicos de ese hardware sin el cual el software de la inteligencia, la memoria o el aprendizaje es imposible.
Tengo que reconocer que les observo con muchísima curiosidad porque, por un lado, están sentados, por así decirlo, junto a la fuente de la vida; pero, por otro lado, la mayoría de los médicos que conozco tienen un puntillo frágil que, lo reconozco, me enternece. Quizá sea porque los médicos sean los seres humanos que más conscientes son de la única cosa de la que podemos estar seguros: al término del viaje, sin que podamos hacer nada para evitarlo, nos aguarda la decadencia y la muerte.
A fuerza de observarles, he llegado a la conclusión de que, para ser médico, hace falta un determinado perfil cuyo nudo último es este: vivir en la contradicción.
Por un lado, tener presente siempre que el cuerpo de todas las personas que tenemos cerca no existirá dentro de un siglo. Cargar con la certeza de que la batalla contra el desgaste que nos traen los días está perdida de antemano y que, lo único que podemos esperar, es poner diques más o menos frágiles, más o menos fuertes, que retrasen ese último momento de la parada cardiorespiratoria o del fallo multiorgánico. Y que esa sentencia última e inapleable no va a respetar a nadie. Ni a los que más quieren, ni a sus parientes, ni a nadie. Si no estás hecho de la pasta adecuada, debe de ser muy duro levantarte con el día tonto y mirar a tu hijo recién casado, feliz, y pensar que está marcado ya para morir en una fecha de los próximos cincuenta años.
Por otro, actuar constantemente como si esa certeza no fuera tan cierta. Porque la obligación de todo médico es la diligencia en la actuación contra la enfermedad o en la mitigación de sus efectos.
Se puede decir por esto que muchos de mis amigos médicos viven en un estado que podríamos llamar “de inminencia del apocalipsis” y como saben que, después de esta vida, solo hay el negro que queda cuando se apaga el televisor, se entregan, con toda la sabiduría posible, a los placeres.
Mis amigos los médicos son, casi todos ellos, sibaritas. Aman los buenos vinos que consumen con moderación, paladeando los taninos del tinto exquisito o reteniendo contra las papilas el suave y fugaz gusto a pimienta del Weltliner. Comen (poquito) con más conciencia que nosotros, los demás mortales, porque son conscientes en todo momento de los procesos que convierten un entrecot en carne de su carne y sangre de su sangre. Son personas, en muchos casos, de vidas sexuales activas y aún atléticas .
Aquellos que por edad o por lo que sea, no pueden entregarse a las dulzuras de lo horizontal, se agarran a los placeres sabiendo que el tren de un oloroso y largo habano no pasa dos veces por la misma estación.
Mis amigos los médicos no se hacen ilusiones, no creen en el alma (no puedes creer en el alma cuando, para aprender tu oficio, alguien ha sacado con un gancho un cadáver de una piscina llena de formol y te lo ha puesto delante; si creyeras en el alma, te volverías majara) y, cada vez que vas y les cuentas que tu cuerpo ya no está en ese estado ideal flexible y fresco de los veinte años te miran con un pelín de pena, como si vieran en ello la constatación de que el minutero del reloj ha avanzado un poquito más. Un paso más, parece que dicen, y mueven la cabeza. Un paso más hacia la fosa.
Miran a los fumadores pensando para sí “Nikotin Abusus” y se les oye pensarlo y se ve que hacen fuerza para contenerse, y, ante un trozo de pastel piensan en la diabetes, esa epidemia que se abate sobre los países ricos, en donde los niños están rollizos y los adultos nos hemos olvidado de que nuestros genes tuvieron que adaptarse a la escasez de recursos que reinaba en la primavera animal, feliz y hambrienta de los Neanderthales.
Y sin embargo, a mí me gusta estar con mis amigos los médicos porque tengo con ellos la sensación de estar siempre cerca de alguien más grande que yo, junto a quien no me puede pasar nada malo. Y trato de hacerles reir cuando noto que se miran las manos y piensan “toda esta sabiduría, toda esta habilidad, morirá conmigo, cago en mi calavera”. Me gusta cuando me hablan de cosas de las que yo no sé nada no ya por aprender (que aprender me encanta) sino porque tengo la sensación de que me guiasen por un país de misterios enseñándome sus rincones más hermosos, sus verdades más límpidas. Me gusta cuando me los encuentro por la calle y noto que, por deformación profesional, me evalúan (color de las mucosas, sonrosado, check) y no me encuentran nada que, a primera vista, pueda ser mortal.
Me gusta la piedad que tienen con las flaquezas de los demás y su capacidad insondable y granítica para guardar secretos.
Me cae muy bien la profesión y yo creo que a la profesión también le caigo bien.
Besos de tu tío
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(*) Ainara es la sobrina del autor
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