En días pasados publiqué el texto de una lectora: “Hágase español en 25 cómodos pasos”. Se le olvidó añadir el punto número veintiséis.
23 de Septiembre.- El pasado 30 de diciembre, publiqué en este blog un artículo que titulé “Alberto y las mujeres” (quien quiera revisarlo, puede hacerlo pinchando en este link). En aquel momento, expresé mi opinión sobre lo que se sabía del anteproyecto de ley para regular el aborto que el Gobierno de España estaba pergeñando, al objeto de someter el texto al trámite parlamentario correspondiente.
En aquel texto, desde la distancia y la calma que da tener el Danubio corriendo cerca de casa, aunque en un tono ciertamente vehemente, dejaba clara mi opinión sobre el tema que podría resumirse en dos puntos: la primera cosa que decía era (y es, porque aún lo pienso así) es que estoy en contra del aborto y que creo que debería ser siempre el último recurso y también que, como en otras cosas de la vida, la experienca ha demostrado que el prohibicionismo solo sirve para que sufran las mujeres más débiles, las que gozan de menos recursos, las que no pueden pagarse un viaje a Londres o a Viena o a cualquier otro lugar de legislación más abierta para gozar, en un trance que siempre es durísimo, de una asistencia sanitaria de calidad.
La segunda cosa que decía (y aún lo pienso también) es que, pudiendo hacer una ley racional y para un espectro mayoritario de personas, el Gobierno había patrocinado un texto que seguía la opinión de la parte más escorada, más cerril y más fanática de su electorado y se había metido en un berenjenal que tenía una salida difícil. De hecho, ha sido así.
También decía, y me extenderé más tarde sobre ello, que creo firmemente que Alberto Ruiz Gallardón es un hombre muy valioso, que ha tenido la virtud (rara y la mayor parte de las veces incomprendida en España) de no tener amigos solo en su corralito, sino, como él mismo ha dicho hoy de “tratar de tener una buena relación personal con el adversario a pesar de las diferencias políticas”. Solo el hecho de que un político español contemporáneo haya enunciado estas palabras ya ha hecho que se me saltaran las lágrimas.
Mi artículo sobre el aborto levantó una considerable polvareda en las redes sociales. A pesar de mi llamamiento a que “por favor, abandonáramos las descalificaciones personales y a ver si se notaba poco que somos españoles” la dicusión fue durísima y rocosa. En el calor de una conversación que jamás se desarrolló cara a cara –y no por falta de voluntad por mi parte- un tertuliante cibernético me llamó “asesino” por defender lo que digo un poquito más arriba. No se lo tengo en cuenta. Por hache o por bé, uno tiene que acostumbrarse a que en el mundo hay gente menos tolerante que uno y aprender a convivir con la realidad de que hay personas que piensan que Dios está hablando por su boca.
Hace unos días, publiqué en este blog un artículo que se llama “Cómo ser español en 25 cómodos pasos”. En este artículo, una lectora austriaca enumeraba en un tono jocoserio lo que hace falta para ser un español de pata negra. También levantó una considerable polvareda, porque hay gente que no tolera que se juegue con sus cosas de comer. Sin embargo, se le olvidó a mi lectora un vigésimo sexto punto: es el que hace referencia a la crueldad que los españoles ejercemos voluntaria, triunfante, alevosamente sobre aquellos de nuestros semejantes que se atreven a ser distintos o, simplemente, a ser consecuentes consigo mismos o a intentar cosas que la masa (¿Debería llamarla rebaño?) no intenta. Es el mismo miedo al escarnio colectivo que hace que muchos inmigrantes como tú, querido lector, o como yo, se consideren fracasados cuando, por lo que sea, tienen que volver a su país.
A pesar de no estar de acuerdo con las opiniones de Alberto Ruiz Gallardón sobre el aborto, a pesar de que creo que el ex Ministro de Justicia ha perdido totalmente el contacto con la realidad llevado por determinadas convicciones que le nublan el entendimiento y que le han hecho olvidarse de la que hubiera debido de ser su función, la cual no es otra que la de propiciar que la legislación beneficie a la mayoría de las personas que viven en España, independientemente de si van a la Iglesia, son del Opus, son ateos, mahometanos o mediopensionistas, me parece que el día de hoy, para cualquier español de bien, es un día triste.
En primer lugar, porque pienso que Alberto Ruiz Gallardón, a pesar de su posición ideológica, es uno de los políticos más valiosos de la historia reciente española. Un hombre al que, por lo menos, no daba vergüenza oír hablar (a pesar de que hoy haya dicho varias veces lo de “en sede parlamentaria” que es una muletilla del “politiqués” que a mí, personalmente, me pone bastante nervioso). Un hombre razonable y creo que fundamentalmente decente. Creo, sinceramente, que el espectáculo absolutamente bochornoso, rayano en el linchamiento público, que mis compatriotas han dado en las redes sociales durante toda la tarde y lo que llevamos de noche está totalmente fuera de lugar y, sinceramente lo creo, sería del todo imposible en Austria (a pesar de que aquí, claro está, cuezan habas como en todas partes)
A pesar de que, obviamente, no puedo estar de acuerdo con lo que Ruiz Gallardón sostiene, creo que la mala baba colectiva, el griterío bestial de las hienas, el “que le corten la cabeza”, la descalificación personal gratuita y, en muchas ocasiones, cruel, es el resultado de una crisis más honda. La que viene de la desaparición de un modelo, no solo de político, sino también, y lo que es más grave, de votante. Porque a Ruíz Gallardón no se le reprochaba, en la mayoría de los comentarios que he leido, el haber propuesto una ley desaforada o injusta, sino el haber fracasado en llevarla al vigor. Creo –y me parece que no será la última vez que lo escriba- que el triunfo, el funestísimo triunfo de ciertos políticos nuevos, es el de identificar a “la gente” a la que se dirigen con esa masa que emite sus opiniones como si no fueran responsables de ellas y que imitan los comportamientos esquemáticos y brutales que ven en la telebasura.
A pesar de no estar de acuerdo con Ruiz Gallardón, y a pesar de que es probable de que este texto no sea entendido por una cierta parte de mis lectores, creo que el gesto del ex Ministro de Justicia es un gesto que, si bien no podrá reparar su obcecación anterior, sí que habla muy en favor de él como persona. A ver si cunde el ejemplo.
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