Por qué nos hacemos “esto”

AdolescenteHay veces en las que es complicado contestar a las preguntas de un adolescente.

18 de Febrero.- Querida Ainara (*) : tengo que confesarte que me caen muy bien los adolescentes. De uno en uno, claro está. Me fascina esa mezcla de fragilidad y de fortaleza que todos tenemos a los quince, a los dieciséis años, cuando nos creemos que somos inmortales y que, de alguna forma, seremos los protagonistas de alguna película americana con música compuesta por John Williams. También me fascinan porque, a esa edad, armado con una inocencia que se ignora a sí misma, el cachorro humano empieza a hacerse preguntas y cede al instinto natural que todos tenemos de filosofar.

El otro día, fui a echarle una mano al hijo de unos amigos al que se le ha atravesado un poco el español. Mientras que discutíamos sobre el pertérito perfecto y trataba de pillarle preguntándole vocabulario a traición , el chaval, con el que tengo cierta confianza, empezó a hacerme preguntas (los adolescentes, normalmente, suelen ser muy curiosos a propósito de las opiniones de todos los adultos que no sean sus padres y más aún si esa curiosidad sirve para distraer al profesor del coñazo de los tiempos verbales).

El chaval me hizo una pregunta que es una sobre las que, a mi juicio, gravitan algunas de las tensiones más importantes que forjan nuestra vida.

Por qué, me preguntó “nos hacemos” esto. En el sentido de que por qué nos infligimos ciertas obligaciones. “Esto” era, naturalmente, trabajar (en su caso, estudiar) ¿Por qué no entregarnos al placer? ¿Por qué no vivir por lo menos unos años haciendo lo que nos dé la gana, exprimiendo la vida, dedicándonos a lo que de verdad nos guste? ¿Qué más da si luego, después de todo, nos tenemos que morir y después de la muerte no se sabe lo que hay? (y, si hay algo, mientras llega, pues probablemente nos pasaremos un tiempo largo con los ojos cerrados y, si no hay nada, pues todavía más a favor del Carpe Diem).

La verdad es que traté de contestarle sin venderle ninguna de las motos que le hubiera vendido un adulto que quisiera pasar ante el chaval por una persona responsable. Le dije que yo, por lo menos, trabajaba porque me gustaba trabajar (días hay en que me gusta más y días hay en que me gusta menos, claro) y que trabajaba porque el trabajo tiene al hombre aprendiendo todo el rato y le vivifica y le ayuda a mantener la mente flexible y curiosa, y le dije, sinceramente, que trabajaba porque tengo miedo del futuro (que es por lo que mucha gente, en último término, trabaja).Exposición

Y luego, para mí, camino de mi casa, en el tranvía, mientras las majestuosas edificaciones de la Ringstrasse pasaban delante de mis ojos, pensé también que “nos infligimos este dolor”, los hombres se condenan al trabajo porque, de alguna forma, también es una manera de demostrar el lugar que uno ocupa en uno de los dos cuadrantes que nos separan a los seres humanos más que el nacimiento o la posición social: la inteligencia. Ella, la inteligencia, y la salud, escapan totalmente a nuestra voluntad e influyen de manera más decisiva que ninguna otra cosa en nuestra vida y en el sitio que tenemos en el mundo.

La primera, nos es dada al nacer, la heredamos y, lo único que podemos hacer, es intentar aprovechar la dosis (aunque sea mucha, siempre escasa) que nos da la naturaleza, para hacer con ella lo mejor posible.

Con buena suerte, el sistema nos deja venderla a plazos, realizando labores que son menos monótonas, más excitantes y más enriquecedoras que aquellas a las que se ven condenadas las personas menos dotadas, las cuales terminan haciendo trabajos agobiantes y repetitivos que, más o menos a medio plazo, les embrutecen y no les permiten disfrutar de placeres sofisticados o, simplemente, del gusto impagable que constituye entender el mundo, poder leer en él como se lee en un libro. No es que el mundo esté hecho así, es que hay que enfrentarse a la realidad incontestable de que no todos los seres humanos han nacido para ser físico nuclear o Sharon Stone (que dicen que, además de guapa, es inteligentísima), y alguien tiene que hacer también esos trabajos.

Yo, que me considero una persona de la medianía, siento enorme envidia por las personas cuya inteligencia es más que la que yo tengo o, simplemente, personas que entienden cosas a las que yo no llego y frente a las que mi mente encuentra un muro que, obtuso, se niega a caer. Si pudiera pedir y se me fuera a dar, pediría inteligencia, Ainara, agudeza para desentrañar secretos que están fuera de mi alcance.

Besos de tu tío

(*) Ainara es la sobrina del autor

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