Una ínfima minoría de las habitantes de este país. Son pocas, efectivamente, pero dan mucho que pensar.
23 de Marzo.- Una de las cosas que creo que más conviene a las personas, si no se quieren deshumanizar, es hacer lo que yo llamo “limpieza de armarios”. Esto es, sentarse con uno mismo, con cierta periodicidad, y “ensimismarse”. O sea, ocuparse de uno mismo y de las cosas que le interesan, poner encima de una mesa, como quien saca chismes de un cajón, las propias creencias, los propios juicios sobre esto y lo otro y cantar, con Alaska, que es el rayo que no cesa, lo de “esto no lo tengo, esto no lo hay, esto no lo quiero y esto que me das…”, etc. Creo que es sanísimo poner en cuestión las cosas que uno cree, sin tabúes, y hacerlo no solo nos ayuda a creer más en algunas y desechar otras (lo mismo que no hay que tener miedo nunca de mandar a la porra un libro coñazo, tampoco hay que tener en cuenta de desechar cosas en las que creemos por costumbre) sino que tambien ayuda, y mucho, a esa cosa tan útil y necesaria que es tratar de entender a quienes no piensan como nosotros.
Hoy, he leido en Die Presse una noticia que me ha hecho pensar mucho de esta manera que estoy diciendo.
En Austria, cada año, el número de monjas disminuye en un centenar. Hoy por hoy, hay tresmil ochocientas mujeres en Austria que viven enclaustradas y, si la cosa sigue al ritmo actual, en unos años las monjas habrán desaparecido.
El principal problema de los zenobios austriacos es, como sucede en toda Europa, el envejecimiento de las hermanas. En el caso de las austriacas, más del 53 por ciento de las mujeres que hacen vida religiosa tiene más de setenta y cinco años. También es verdad que las monjas, en general, tienen una esperanza de vida más alta que la media de las mujeres. Primero, porque está demostrado que la práctica regular de la oración tiene efectos beneficiosos para atajar el envejecimiento neuronal y, después, porque las personas satisfectas, que enfrentan el futuro con optimismo, viven más.
Modelos de mujer
Yo no soy monja, ni soy sacerdote (vamos, ni ganas) pero creo que el monjío, como el negativo de una fotografía, nos tiene que llevar a plantearnos, a examinar de manera crítica, el modelo de mujer que preconiza nuestra sociedad (ni mucho menos perfecto, igual que el modelo de hombre) y que, por lo menos en su orígen, está construido sobre la reacción a otro, el de la gilipollez esa que corrió hace algunos meses de “cásate y sé sumisa”.
Muchas veces, cuando escucho a algunas feministas, estando yo firmísimamente a favor de la igualdad entre hombres y mujeres y a favor de la libertad de cada cual de vivir como le pete, me chirría un poco escuchar, por debajo de las palabras, ese rencor contra ese modelo anterior que, en cierto modo, como las monjas en vías de extinción, tenía cosas buenas. No solo para las mujeres, sino también para nosotros, los hombres, víctimas del patriarcado, esclavos también de ese estereotipo imbécil de la masculinidad agresiva del cazador de árboles y del leñador de animales.
Creo que la sociedad se está olvidando (¡Y es tan peligroso que se olvide!) de cosas tan necesarias como el espíritu de servicio, o la compasión o, simplemente, la espiritualidad y está también dejando que muera una herencia intelectual que fue, por ejemplo, la levadura más nutricia del siglo de oro español. Los conventos, en aquella época, no eran sitios en donde las mujeres se encerrasen a esperar la hora de morirse, sino que cumplían el papel que, en la Gran Bretaña del siglo XIX cumplían los clubs o, en el siglo XXI, los Think Tanks. Sitios en donde la gente se metía a rezar, pero también a pensar (también porque era el único sitio en donde, en aquellos tiempos, estaba bien visto que una mujer estudiase). Monja fue Santa Teresa y monja, monjísima, fue Sor Juana Inés de la Cruz. Ahí es nada.
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