Eugenio de Saboya: un francés entre Austria y España (2)

Prinz EugenEn vista del interés mediático que despertó la primera parte de esta tan curiosa como verídica historia, continuamos hoy con la biografía del Príncipe Eugenio de Saboya.

27 de Abril.- Le habíamos dejado en Baviera, echando el currículum para que el emperador de Austria, Leopoldo I, le diera el mando de un regimiento. Tuvo con él mejor suerte de la que había tenido con el rey de Francia. En Austria debían de andar escasos de personal, porque los turcos y otros pueblos del este les mataban con frecuencia a los oficiales, así que el departamento de recursos humanos de la monarquía habsbúrgica no andaba para hacerle ascos a ningún candidato, aunque fuera escuchimizado, pequeñujo y feo como el príncipe Eugenio.

A (military) star is born

No le dieron el regimiento, pero le hicieron oficial. El mando lo llevaba un conde húngaro. No había tiempo que perder: el deber les llamaba, así que partieron rápidamente a darle caña a los otomanos los cuales, justo en aquel momento, tenían Viena sitiada en el llamado “segundo sitio de Viena” que duró entre el 14 de Julio y el 12 de Septiembre de 1683. Terminó con la llamada Batalla de Kahlenberg (zona, por cierto, hoy cubierta de apacibles viñedos, desde donde se domina una de las panorámicas más hermosas de esta capital). En ella, tras doce horas de combate (pimpán pimpán…) los cristianos, mandados por el rey de Polonia, lograron desbaratar al enemigo otomano, el cual huyó en desbandada y se reagrupó en Gyor.

Para cuando terminó la batalla, los cazatalentos del ejército austriaco ya se habían fijado en el que, sin duda, era el Mozart de los ejércitos de su tiempo–también es verdad que la propaganda que le hizo su primo, Luis Guillermo de Baden, también ayudó-. Pero no solo él estaba seguro de haber encontrado un diamante en bruto –dada la estatura del príncipe, casi habría que llamarle “brillante” en bruto- sino también los oficiales españoles que habían participado en la gran alianza contra el turco vieron que Eugenio de Saboya tenía madera. Había nacido una estrella.

Su madre le busca una esposa noble pero fogosa (fracasa)

Tanto cariño le tenían los españoles que, en 1685, Eugenio de Saboya fue invitado a Madrid. Su madre, Olimpia Manzini, a quien ya conocen mis lectores, y que a la sazón se encontraba en la capital de España, estaba que no cabía en ella de gozo.

De esta, fijo que le recojo. Si a mi hijo no le despierta el ardor una española fogosa es que no se lo despierta nadie.

Como sabemos, en esto Eugenio no le dio a su madre ningún gusto (según las opiniones más autorizadas, de las que ya nos hicimos eco en la primera parte, sabemos que, como dicen los ingleses, Eugenio no era de la “marrying kind”). Fuera de esto, en la mortecina corte de Carlos dos palitos, Eugenio de Saboya brilló. Fue elevado a la grandeza de España y se le concedió el toisón de oro.

Por cierto, esta presencia de Eugenio de Saboya en Madrid tiene una ramificación muy sabrosa.

¿Se cepilló Olympia a la flor de lis?

Como mis lectores ya saben, porque yo se lo he contado, la mamá de Eugenio, Olympia Manzini, que llevaba en los genes la mala uva de su tío, el cardenal Mazarino, fue amante del rey de Francia y, por lo que ahora diré, una de esas personas a las que, cuanto más las conoces, más quieres a tu perro. Ya en Francia, mientras estaba liada con Luis XIV, estuvo implicada en un proceso por envenenamiento, el cual fue una de las causas de que tuviera que poner los pies en polvorosa y dedicarse a viajar por Europa.

En Madrid, recaló en la corte de Carlos II y allí se dedicó a su pasatiempo favorito, que fue siempre el de intrigar. Rapidamente, se situó en el entorno de la reina Maria Luisa de Orleans, malcasada con el último rey español de la casa de los Austrias (otro que, aunque por otros motivos, no era el marido con el que sueña cualquier mujer). De esta pobre mujer se dijo aquello de:

Parid, bella flor de lis,
que en aflicción tan extraña,
si parís, parís a España,
si no parís, a París.

Maria Luisa, la pobre, no pudo cumplir el deseo del deslenguado pueblo matritense, pero no fue facturada a París, sino que palmó repentinamente a los 27 años. Naturalmente, en aquella época (bueno, y hoy) morir de repente a los 27 significaba sospechas de envenenamiento. Olympia Manzini, dados sus antecedentes, fue acusada rápidamente de haber envenenado a la reina y claro, tuvo que escapar de la capital.

Su hijo, Eugenio, ya estaba camino de Austria. Nuevas batallas contra los turcos y nuevos honores le estaban esperando.


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