Las revelaciones de una revista austriaca nos muestran a las claras lo que siempre supimos: el político era un hombre como usted y como yo.
22 de Mayo.- El acervo popular lo sabe bien. Una de las mejores leyes para juzgar el comportamiento de nuestros semejantes es la de la compensación. O sea el “dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Cuanto más machacona es la insistencia en una característica propia o grupal, más conciencia tiene la persona o la organización de que esa característica propia o grupal le falta y, por supuesto, más miedo tiene la persona o la organización a que se note su falta.
Todas las personas que tratan de imponer su opinión a como dé lugar, todas las organizaciones que tratan de oponer al mundo un frente en el que parece no caber la duda o la gama de grises que, en las personas sanas, sustituye al blanco y negro de los locos (“yo tengo razón y tú estás equivocado” o “yo tengo razón y el mundo está equivocado”) no son más que grandes amasijos de inseguridades y complejos.
Cuanto más inseguro es el hombre, más se deja arrastrar por esa fantasía del macho que todo lo sabe, que tiene siempre la solución, cuyas opiniones son el evangelio contra el que no cabe rechistar.
La ultraderecha (la austriaca y en general) vive de esa fantasía del jefe supremo, del caudillo providencial (en cada época se ha llamado de una manera diferente).
Por supuesto, ser un líder de esas características es algo fuera de lo posible y de lo humano, porque los seres humanos, obviamente, no estamos hechos para ponernos una mata de algodón en rama en la barbilla y abrir el Mar Rojo como si fuéramos Moisés. Y, además, porque todas las personas maduras sabemos que esa persona, ese caudillo, no existe, como sabemos desde la adolescencia que nuestros padres son seres falibles como nosotros mismos. Que los seres humanos, incluso los mejores que existen, tenemos nuestros límites y los caudillos también van al baño como todo hijo de vecino.
Mantener, de cara a los demás naturalmente, esa fantasía a todas luces neurótica del hombre providencial, del gigante que vive rodeado de pigmeos, exige que, en primer lugar, el enfermo que desempeña el papel de líder se la crea y, naturalmente, la manera en que, desde la edad de piedra, el hombre ha creido en su invulnerabilidad es el amuleto, el fetiche protector en el que reside el poder. El escapulario de “detente bala” que llevaban los soldados franquistas durante la guerra civil, el cuaderno azul de Aznar, el cetro de los reyes, el brazo incorrupto de Santa Teresa que Franco tenía en su alcoba, el penacho de plumas de Moctezuma (que se guarda en Viena), etc
El amuleto está para los demás pero sobre todo, el amuleto está para el líder o para su portador porque él cree que en el amuleto que, al fin y al cabo, es el instrumento mediante el cual parlamenta con lo imprevisible, reside su poder.
La revista News publica esta semana que, entre los años 2010 y 2012 Heinz Christian Strache, el líder de la ultraderecha austriaca que suele escenificar ante sus seguidores el papel de macho alfa obsesionado por la acometitividad, la juventud, la resistencia física, la infalibilidad ideológica, etc, utilizó los servicios de una pitonisa que pasa consulta en las cercanías de Tulln para que le proporcionara “protección en Austria y en el extranjero, fuerza, energía y un abrigo de protección (Schutzmantel) durante las apariciones públicas de Strache”. Por todos estos “servicios” de apoyo al eterno candidato, la pitonisa cobró 6000 euros por tres meses de trabajo (una de las veces, que hubo más). La mediadora con los poderes ultraterrenos le aplicó al político austriaco una rebaja de 750 euros sobre sus honorarios habituales.
La existencia de la pitonisa, aparte de demostrar que Strache, como todos ya sabíamos, es tan humano como usted y como yo y, por lo tanto, tiene miedo de lo que escaba de su control, plantea otras preguntas apasionantes. Por ejemplo esta: ¿Cuándo se dio cuenta Strache de que le estaban estafando? O, lo que es lo mismo ¿Por qué dejó de creer?
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