El asesino con un corazón de oro

manosViena se derrite de calor. Para combatirlo, una historia que te hará volver a creer en la naturaleza humana.

7 de Julio.- Durante estos días pasados se puso de moda poner la bandera del arcoiris en los perfiles de Facebook en solidaridad con la reivindicación del Orgullo Gay. En España, hace tiempo que la homosexualidad dejó de ser un tabú (gracias a Dios) e incluso el Partido Conservador, que por serlo suele llegar tarde a todas estas cosas, ha terminado abrazando más o menos la causa del pueblo más colorido. España ya no es lo que era hace veinte años (vamos, ni lo que era hace diez) y ahora solo los tontos se escandalizan de que los señores vayan con sus maridos a los sitios y las señoras vayan con sus mujeres. Ya no es ninguna novedad y llegará un momento, por ejemplo cuando mi sobrina sea mayor, en que la cosa no tendrá la más mínima importancia.

La otra noche, cenando con un amigo austriaco y con su marido, salió la conversación de todas estas cosas, a colación de un ensayo que estoy leyendo ahora, que se llama “El látigo y la pluma” el cual trata de la horrorosa represión que los homosexuales sufrieron bajo el reinado de aquel a quien un conmilitón llamaba “Paca la culona”.

Personas normales marcadas (a su pesar) por el destino

Yo les decía que a mí, lo que más me dolía de todo el libro, que tiene historias auténticamente crudas (y también auténticamente heroicas,porque había que tenerlos muy bien puestos para hacerle frente a aquella época) era que muchas personas a las que el machismo y la homofobia general condenó a la mentira y al miedo, cuando no a la sordidez o a la criminalidad, eran personas como tú que me estás leyendo o como yo que estoy escribiendo este post. O sea, gentes de lo más normal que un día descubrían que albergaban en sí una característica que les hacía odiosos o temibles a los ojos de las demás personas.

Las madres, educadas desde pequeñas en el terror a ser diferentes que los curas llamaban pecado, decían a sus hijos que preferían tener “mil hijas putas a un hijo maricón” y los padres, víctimas ellos también de la presión del entorno, intentaban sacarle a sus hijos la inclinación a base de palizas.

Mientras estábamos en esto, el marido de mi amigo (un tío supermajo, listísimo y hoy en día un próspero hombre de negocios) se echó a reir y me hizo un gran regalo, que fue el de contarme una historia que demuestra que aquí en Austria también cocieron habas hasta hace muy poco (y las siguen cociendo, sobre todo fuera de Viena).

Austria, en los primeros noventa, no era tampoco el país que es ahora, en el que Conchita Wurst puede hacer publicidad de un banco y no pasa absolutamente nada. Era un país bastante cerrado, muy atávico a la religión católica, profesada aún por gran parte de su población y con un feroz miedo al qué dirán heredado de los tiempos en que uno no podía fiarse de sus vecinos, por si le delataban a los del tipo del bigotillo a lo Charlot. El marido de mi amigo era el hijo de su jefe, o sea, que trabajaba en la empresa familiar y, con él, un empleado (pongamos que la empresa se dedicaba a la cerrajería).

Un asesino con el corazón de oro

Di que en una de estas encerronas que el destino, como gran dramaturgo que es, prepara, el chaval (entonces de poco más de veinte años) no tuvo más remedio que confesarle a su compañero de trabajo lo que había. Debió de ser un trance si no amargo bastante violento, porque el cerrajero se sintió en la obligación de consolar a aquel pobre chico que estaba pasando las de Caín desembuchando un secreto que estaba claro que le dolía.

No te preocupes, hombre, que la cosa no tiene tanta importancia –le dijo, poniéndole la curtida mano en el hombro y tras una pausa: yo, he matado a un hombre y aquí me tienes.

Mi amigo se quedó como tú te has quedado ahora mismo y entonces el otro pasó a ampliar la información. Le contó que, en una reyerta había apuñalado a otro tipo, que le habían cogido y le habían metido entre rejas, lugar en donde aprendió el oficio que le daba de comer.

Moraleja: todos tenemos un pasado y la bondad habita en donde menos te lo esperas.

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