Hoy el autor de Viena Directo escribe sobre una de las características de sus compatriotas que más le fastidian.
29 de Julio.- Querida Ainara (*) : hace muchos años que vivo en el extranjero. Las malas lenguas dicen que me he olvidado de España, pero creo modestamente que no es así. Me parece que, los que vivimos entre dos mundos (el que nos ha sido dado y el que hemos elegido) tenemos una visión más nítida de lo que nunca hemos acabado de dejar.
Desde fuera, Ainara, España se ve muy empobrecida. Y no me refiero tan solo al aspecto económico, sino que es como si la crisis hubiera hecho algunos rasgos de nuestro pueblo mucho más pronunciados de lo que eran antes (o quizá es que uno no los veía de la misma manera que los peces no deben de prestar atención al agua del mar en el que nadan).
Después de ser un país, hasta el renacimiento, muy abierto a las corrientes europeas (quizá por aquello de intentar compensar un poco nuestra posición, tan excéntrica con relación al mundo en que vivía la Europa del siglo XV), a partir de la aparición del protestantismo (y, mucho más importante, de la imprenta que los gobernantes más bestias vieron, como pasa ahora con internet, como algo que amenazaba sus privilegios) el país en que tú y yo nacimos empezó a cerrarse a cal y canto (éramos el Tibet de Europa, afirmábamos con orgullo). Decir que la cultura se hizo sospechosa (leer era cosa de judíos conversos, como la familia de Santa Teresa) y que, lo que va con ella o sea, el debate, la disidencia, el respeto por las opiniones ajenas era visto con muy malos ojos por las clases dominantes (en general cerriles y mal preparadas, como ahora) decirlo, digo, es decir lo que todo el mundo que haya visto la Historia de España con algo de cuidado sabe.
En aquel entonces, en el albor de estas dos Españas que hacen que nuestro país sea el que tiene el record mundial de guerras civiles, nuestros paisanos aprendieron dolorosamente que, como decía Alfonso Guerra, “el que se mueve no sale en la foto”. O sea, que los que destacan por algo, se hacen visibles y que es más fácil cargar contra ellos (y cargárselos también). Quizá de ahí venga que todos los españoles eminentes, salvo algunas excepciones, hayan sentido, por miedo a sus semejantes, la necesidad de camuflarse, de hacerse perdonar la eminencia.
El otro día, en la comida, se reían mis compañeras de trabajo porque les explicaba como ejemplo de esto que la virtud más grande que se le atribuía al Rey padre en la cima de su popularidad era esa proverbial sencillez, ese ser “como todo el mundo” , “un tío salao, supermajo, tan como el pueblo” que eran el mejor argumento de venta que encontraba la ingente legión de aduladores que tuvo y que luego (característica también muy hispánica) le dejaron tirado cuando ya no hubo nada que adular.
Tengo que confesarte, Ainara, que me fastidia mucho esta característica de nuestro pueblo, ese sentir la necesidad de tener que ofrecer un perfil bajo que tiene la gente válida y competente que hay en España, en el mundo de las artes, en el mundo de la ciencia, en el mundo empresarial, en el fútbol, en el ramo de la frutería y la venta al por menor. Me fastidia mucho que los escritores abaraten su expresión para “que les entienda todo el mundo” o la manera tan poco aristocrática (en el mejor sentido de la palabra aristocrático) que muchos tienen de presentar sus logros y presentarse a sí mismos, como si tener un talento, el que sea, por encima de la media fuera una especie de pecado inconfesable en sociedad.
Naturalmente, no quiero decir que las gentes sobresalientes tengan que ser altivas (de hecho la humildad, como la risa, son indicios seguros de la presencia de vida inteligente) sino que creo firmemente que el hombre y la mujer cultos deben presentarse en sociedad e interactuar con sus semejantes de acuerdo a su propia valía y que es justo y necesario que haya escalafones porque, aunque duela un poco, la madurez consiste también en darse cuenta de que no todos somos iguales y de que hay gente que es mucho mejor que nosotros y hay que reconocérselo y respetárselo porque es de justicia hacerlo así.
Comportarse con respeto ante quienes son mejores que nosotros y reconocerles sus cualidades, sin envidia, es una elegancia del alma de la que poca gente, por desgracia, es capaz. Esfuérzate tú en ser una de ellas.
Muchos besos de tu tío
(*) Ainara es la sobrina del autor
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