Como en las familias mal avenidas, en la crisis de los refugiados hay un cuñado odioso y peleas por dinero. Y, en medio, las víctimas: los refugiados.
15 de Septiembre.- Si uno se pone a observar con un poco de imparcialidad los medios austriacos, se puede decir que reina, como en todo lo que concierne a la llamada „crisis de los refugiados“ una cierta confusión.
Es lógico que así sea dada la magnitud del fenómeno (aunque todos los interesados quisieran dar con la varita mágica para que todo se resolviese en un decir amén) pero, como a los malos estudiantes, que solo les da por sentarse delante de los libros cuando le ven las orejas al lobo del examen final, a los políticos austriacos, alemanes y a los de la Unión en general, solo les han entrado ganas de abordar este espinoso tema cuando le han visto no ya las orejas, sino todo el cuerpo al lobo. Y lo han visto delante de la puerta de su casa, porque a Lampedusa llevan llegando gentes medio muertas (cuando no muertas completamente) desde hace años ya, que hasta el papa Paquirri se personó para mandarle al mundo el mensaje de que estabamos tratando a aquellos hermanos nuestros como si fueran hijos de un Dios menor.
De lo que se lee, de las medias palabras, de lo que se escucha y se lee entre líneas, parece que Alemania y Austria han llegado al acuerdo de actuar de consuno y controlar las fronteras o descontrolarlas como vaya conviniendo. Pero muy importante: los dos a la vez. Controlar no quiere decir cerrarlas a cal y canto. O sea, que si una persona humana llega y dice „oiga usted, déjeme pasar, que soy sirio“ la consigna (todavía) es que pueda pasar y poner la correspondiente demanda de asilo en Austria o, si llega, en Alemania.
Punto número dos: tanto la prima Angela como el primo Werner, se han dado cuenta de que, en este asunto, hay un escollo que no se va a poder rodear y un sapo que, particularmente el canciller austriaco, se va a tener que tragar más temprano que tarde.
La semana pasada, en el apogeo de una crisis que, con lo que está cayendo actualmente, parece una reyerta de flamencas en la romería del Rocío, el canciller Faymann insinuó que Viktor Orbán estaba tratando a los refugiados igual que lo hubiera hecho un señor con bigotito al que a nadie le gusta mencionar por estas tierras. Es muy probable que tuviera razón (sin ánimo de faltar sea dicho) y muy comprensible que al canciller se le calentara la boca porque (se puede deducir a nada que uno lea un poco su historial) Viktor Orbán es un ser al que uno no le dejaría a sus niños (sobre todo, si son algo morenitos) pero lo cierto es que, como suele suceder en esta vida (Ma hat ma Pech, ma hat ma Glück, Ma hat ma Gandhi) sin la colaboración de semejante señor hay pocas posibilidades de que la situación actual pueda llegar algún día, siquiera, a recuperar las proporciones de lo razonable.
O, lo que es lo mismo: a veces, en la política y en la vida, para conseguir un bien uno tiene que aliarse con el lado oscuro de la fuerza. Y si el del lado oscuro tiene, como en este caso, la sartén por el mango, pues no queda otra que darle un toque al móvil y decirle que donde dije Hitler dije Teresa de Calcuta y esperar que cuele.
La administración húngara, entretanto, es para los funcionarios austriacos una caja más o menos opaca (también porque los húngaros, escaldados, no quieren testigos de vista sobre lo que están haciendo para evitar „el efecto llamada“ que ya tuvieron bastante con la hija de mala madre aquella que le puso la zancadilla al padre sirio que llevaba en brazos a su hijito pequeño) y, salvo que el Gobierno de Budapest ha accedido a „disolver“ los „campos de refugiados“ (or whatever that means) con los que la Comunidad Internacional ha sido más crítica, poco más se puede saber.
Bueno, sí, por supuesto: que el Gobierno Orbán ha puesto en vigor una ley especialmente diseñada para que las criaturas de Oriente Medio, a no ser que hayan estudiado húngaro en su infancia de Damasco, no tengan la más mínima posibilidad de quedarse en Hungría.
Por lo pronto, este texto legal (por llamarle de alguna manera) asume que traspasar la frontera de Hungría desde otro país de la Unión es un delito. Con lo cual, si los refugiados vienen de Serbia, pues el Gobierno húngaro ya considera que Serbia es un lugar seguro y que allí no tienen por qué temer por su vida.
Con lo cual, hale: de oca a oca y a Serbia porque te toca. O eso, o a la cárcel (dentro de poco las cárceles húngaras van a ser ese sitio con el que amenazarás a tus hijos cuando no se coman las espinacas).
Por otro lado, ya no será necesario que haya un intérprete cuando se abra el expediente por asilo. Con lo cual, el demandante no podrá ni defenderse ni hacerse entender de ninguna manera ante los funcionarios que le escucharán hablar en un idioma incomprensible. Eso sí: la ley es clemente y, si tras diez días de la solicitud el asilo es denegado, el demandante podrá recurrir (¿Es un consuelo, señora, o no es un consuelo? Pues eso).
Por último, la nueva ley húngara anula la diferencia que se establecía antes entre menores y mayores de edad y todos los demandantes de asilo, independientemente de los años que lleven funcionando por el mundo serán tratados igual (de mal, se entiende).
Mientras escribo este post, Angela Merkel y Werner Faymann están dando una rueda de prensa en la que el tenor es que, como en la gira del cantante aquel, „Lo Cortez no quita lo Cabral“. O sea, que lo humanitario es lo humanitario, pero que esto no puede ser tampoco aquella parte del cuerpo de la Bernarda que no se puede nombrar.
Asimismo, Werner Faymann ha apelado al único instrumento (aparte de lo de darle el toque al móvil) para que los países del este, y Hungría en particular, entren por el aro. La pasta que, en sentido contrario de la corriente de refugiados, fluye de la Europa rica a la Europa pobre.
¿Tendrá éxito? Ojalá se sepa pronto.
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