¿Qué hace que un país sea rico y otro pobre? ¿Qué hay de verdad en los tópicos? Hungría y Austria: 18 de Septiembre de 2015
18 de Septiembre.- Los ciudadanos de la próspera región austriaca de Burgenland, fronteriza con Hungría, pasan la frontera del país vecino para comprar diversos artículos que, en el país magiar, son notablemente más baratos.
Esta mañana, a eso de las diez y media, el que esto escribe se ha puesto en camino de un pequeño vivero que está en las cercanías de Sopron, para comprar ocho plantas de laurel.
A pesar de que iba a cruzar la frontera por Pamhagen, y que ahí no había controles ni los había habido, el viajero iba un poco intranquilo, mayormente porque no sabía lo que se iba a encontrar cuando llegase a la raya de Hungría y porque no llevaba el pasaporte, solamente el carné de identidad español. Por suerte atravesar Burgenland, en esta época del año, es siempre un espectáculo agradable. Uno tiene la sensación de contemplar el suave ronrroneo de una colmena de abejas en la que todo el mundo sabe lo que está haciendo y cuál es su lugar.
Conforme llegaba a la frontera, la realidad de los últimos días se ha colado por las ventanillas del coche. Cerca de lo que eran los antiguos puestos fronterizos -y el antiguo límite del llamado telón de acero- los soldados del ejército austriaco custodiaban a un grupo de unas treinta personas de origen evidentemente oriental que estaban mansamente sentadas en el suelo, como resignadas a su destino.
Más adelante, sin embargo, ningún control.
Uno penetra en Hungría e, inmediatamente, sabe que ha entrado en un mundo distinto. Para empezar, el firme de la carretera está en muchísimo peor estado (en un estado que para el Gobierno austriaco limita con lo inaceptable). Después, hay muchos campos que están sin cultivar. Se ven ruinas -se pasa por delante de lo que en su día debió de estar destinado a ser un hotel y hoy no es más que un esqueleto de hormigón y ladrillos sin revocar- y uno tiene la sensación de que el aspecto general de las cosas, salvo en lo inevitable, no ha cambiado demasiado desde los días del comunismo. En realidad, Hungría en 2015 recuerda mucho a la España de 1985 en la que yo crecí. Las antiguas casas de principios del siglo XX cargan con una vejez que las emparenta con el cine mudo, las iglesias, construidas en la época de la monarquía, también se mantienen, aunque uno diría que han recobrado un nuevo esplendor a causa de los vientos políticos que soplan en Hungría (ultracristianos, ultranacionalistas); los edificios prefabricados de la época comunista, feos, ya ni siquiera funcionales, jalonan los lados de la carretera. Palos de telégrafo sosteniendo cables kilométricos. En todas partes reina una especie de desidia que seguramente sea el resultado de pensar que todo es como es porque es inevitable que así sea.
El vivero está cerca de lo que fue uno de los fantasticamente lujosos palacios de la familia Esterhazy, lugar en donde el tranquilo Joseph Haydn vivió (mejor dicho, sirvió) cerca de veinticinco años. Lugar en donde se estrenó la famosa „Sinfonía de los adioses“. Medio, bastante diplomático, que Haydn (ese Freddie Mercury del siglo XVIII) utilizó para decirle a sus jefes, los Esterhazy, que no fueran plastas y que ya era hora de volver a la corte. Joseph Haydn, que debió de ser un hombre muy decente, cuidaba mucho de su gente (supongo que era consciente de que la música, como la vida en general, es un deporte de equipo y que, si uno quiere obtener buenos resultados, tiene que tener contenta a la gente que trabaja con uno).
El vivero resulta ser una especie de cruce entre tienda de jardinería y todo a cien (todo a un Euro) en donde, por cierto, hay muchísimos productos españoles (lo más cantoso son las paelleras, pero hay de todo). La diferencia de nivel de vida, y probablemente lo preciado que es un trabajo fijo en Hungría, se nota en que los empleados del vivero hacen cosas que no haría ningún trabajador austriaco. Por ejemplo: cuando uno ha elegido las plantas que quiere, los empleados las suben en un carrito y empujan dichos carritos hasta la caja, y ponen mala cara si a uno le da cargo de conciencia que un hombre más viejo que él haga un trabajo que podría hacer él mismo perfectamente (los carritos son pesados, herrumbrosos, chirriantes, toscos, quizá heredados de la consabida ineficacia comunista). También se nota que la mano de obra, en Hungría, es un recurso que cuesta barato en que hay muchísima más gente de la que sería necesaria. También, los empleados se vengan haciendo honor a la reputación que, en Austria, tienen los trabajadores del este („el este“ es para un austriaco una categoría larga e incierta que empieza en la frontera de Hungría o Eslovaquia y termina, sobre poco más o menos, en el desierto de Gobi). O sea, baja motivación, displicencia a la hora de tratar con el cliente y todas esas cosas que, en el imaginario de la „Europa rica“ uno asocia con los funcionarios y otra gente que tiene el chusco asegurado y que o bien „hace como que hace“ o hace lo imprescindible.
Terminada nuestra compra en el vivero, nos acercamos al palacio Esterhazy para darle un barniz cultural al viaje.
La fachada del palacio es impresionante, aunque se nota que el Estado húngaro no tiene mucha pasta en que aquí y allá hay desconchones.
No hay demasiada gente -es viernes-. Preguntamos a la muchacha de la tienda de souvenirs si el palacio se puede visitar. Nos entiende, pero no sabe contestarnos, así que llama a un chico de unos veintitantos, muy guapo, que nos indica en alemán, con aire un tanto macarra que sí, que el castillo se puede visitar. Compramos la correspondiente entrada. La taquillera nos da unos folios en alemán con la descripción de las sucesivas salas del palacio. Cuando llegamos, el chaval guapo, que resulta ser el guía, le está explicando en húngaro la historia del palacio a una pareja de mediana edad. Cuando llegamos, le preguntamos en qué idioma nos va a contar a nosotros la misma película:
-Naturalmente…En húngaro.
Y pone esa cara de la gente que tiene la sartén por el mano. Cara de pensar „y si no sabéis húngaro, pues ya sabéis: ajo y agua“.
Lo llevamos con paciencia.
Y así se da la situación absurda de que atravesamos las diferentes salas -restauradas con un gusto algo dudoso, la verdad- acompañados por un tipo que le va explicando a sus turistas favoritos -la pareja de mediana edad- todas las cosas posibles en húngaro y a nosotros, que somos los „turistas B“ ignorándonos completamente.
Lo dicho: lo llevamos con paciencia.
El comunismo, la guerra mundial o quién sabe qué rapiñas, hacen que del hábitat original de los Esterhazy quede más bien poquito. Unos cuantos cuadros apolillados, antigüedades que bailan en las habitaciones medio vacías y que huelen a iglesia. De cuando en cuando, el entarimado de las paredes, blanco y dorado -donde queda dorado- original del siglo XVIII, ha sido serrado salvajemente para poder poner unos enchufes y unos interruptores blancos de plástico del Leroy Merlín. Una cutrez.
Comemos en lo que debieron ser las caballerizas del palacio, transformadas en restaurante.
La vuelta a Austria se transforma en un diálogo sobre las causas de la riqueza de las naciones, que brota de la perplejidad de por qué en dos lugares del mundo, separados escasamente por treinta kilómetros, las condiciones de vida y las actitudes ante la vida son tan distintas ¿Será la educación? ¿Será la falta de recursos? ¿Será la mala suerte? No se consigue llegar a una conclusión.
Deja una respuesta