Fernando Trueba ha dicho algo que para nosotros, residentes en un país distinto del que nacimos, cobra todo su sentido.
21 de Septiembre.- Si se pudiera cumplir el imposible de tener dos familias, la mía y otra elegida, yo probablemente hubiera elegido nacer en la familia Trueba. Creo que, junto con los Flores, no hay nadie en España que represente más la inteligencia, el cosmopolitismo, la humanidad y el sentido del humor, aunque también es cierto que quizá tiño a los Trueba de las características de las películas que ha dirigido Fernando, el más conocido; pero sospecho que, aunque no sean perfectos, los Trueba se acercan mucho a cómo debería ser todo el mundo. O, por lo menos, como a mí me gustaría que fuera todo el mundo. O por lo menos, creo que lo intentan.
Fernando Trueba ha recibido un merecidísimo premio hace unos días, el Nacional de Cinematografía. Nadie mejor. Es uno de los cuatro magníficos. Junto con Almodóvar, Amenábar y Alex de la Iglesia es lo más destacado de la cinematografía española. Y, además, de una cinematografía española como debería ser la cinematografía española: mundial, positiva, exportable, digna.
Durante el discurso durante el cual Fernando Trueba agradeció el premio, dijo una cosa que yo también pienso. Y la pienso mucho más desde que vivo fuera de España.
Para cualquiera que haya seguido la carrera de Fernando Trueba, para cualquiera que haya visto „La niña de tus ojos“ (probablemente una de las mejores películas españolas de todos los tiempos) las palabras de Fernando Trueba tenían un sentido obvio, que yo también les doy. Más de un sentido obvio, de hecho. El primero que se me ocurre es el que les da Rosa María Sardá en La niña de tus ojos, cuando dice que „somos gente del cinema“. Esto es: que como practicantes del lenguaje universal del arte, tenemos el privilegio (yo, a muchísima menos escala que Fernando Trueba, por supuesto) de ser hermanos de personas de diferentes culturas, y de sentirnos hermanos también de gente muy diferente. Una obviedad. Para mí, Velázquez es Velázquez, naturalmente, pero Rembrandt no es menos Rembrandt. O Billy Wilder es para mí tan mío, lo tengo tan cerca, como si hubiera nacido en Carabanchel, y Marlene Dietrich es tan mía, tan personal, como mi Penélope Cruz de mi alma. Y Pepe Isbert está tan cerca de mi corazón como Hans Moser. Y Frank Sinatra, pareciéndose a él como un huevo a una castaña, me hace vibrar igual que Juanito Valderrama.
El segundo, y esto lo digo como vienés que no ha nacido aquí, es que yo he dejado de sentirme lo poco español que me sentía, para sentirme y muy orgullosamente lo digo, más europeo que nunca. Yo, en Europa, me siento en casa. Y a mí me gustaría que España fuera cada vez más europea, que el nacionalismo rancio de los catalanes que se quieren independizar y el nacionalismo rancio de un sector de los que no quieren que se independicen, desapareciese por una línea común e ilustrada, que es una cosa que las élites españolas no han sido nunca, ni son ahora.
Si yo tengo una patria, y me pasa como a Fernando Trueba, es mi idioma, el idioma en el que trabajo, no ya „la lengua del imperio“ sino la herramienta con la que me comunico mejor. Claro que hablo con fluidez varios idiomas (ayer, por ejemplo, saqué de la estantería un volumen en francés con la correspondencia que Marguerite Yourcenar mantuvo con amigos, editores y enemigos y, en las palabras de esa mujer sensata y discreta, en el sentido que en el siglo de oro se usaba el adjetivo discreto, me sentí tan reflejado, la sentí tan parte de mí, como cuando leo a Clarín o a García Lorca).
Naturalmente, no corren buenos tiempos para los que son como nosotros (como Fernando Trueba, como yo, como quizá seas tú, querido lector), porque en estos tiempos de inseguridades y miedos y cambios, todo el mundo quiere dejar bien sentado a qué tribu pertenece para (es humano) buscar la protección del grupo. En una España polarizada en torno a un debate tan sumamente paleto, analfabeto y cavernícola como el de la independencia de Cataluña, un debate que ha sido creado artificialmente y luego aventado por las monstruosas proporciones de la crisis económica; en un país, Austria, en donde la ultraderecha más cazurra quiere reducirnos a todos al lugar en donde se hizo nuestra partida de nacimiento, a un color, a una raza, a un idioma, a una parcelita, a una frontera, a una alambrada de espino, hay que reivindicar que la gente sea de verdad cosmopolita (no está al alcance de todo el mundo, es cierto, pero hay que intentar que esté al alcance de cuanta más gente mejor), gente ciudadana de este mundo en donde se crea belleza en todas partes, en donde se ríe en todas partes. Y hay que enseñar a los niños a enriquecerse con las cosas que vienen de todas partes y, sobre todo, a perder el miedo a leer, a conocer, y a dejar de sentirse españoles o austriacos o checoslovacos o de Guinea Bissau y a impregnarse del espíritu de lo abierto.
Ser Ministro de Cultura no quiere decir comprender todas estas cosas (ser ministro de cultura no quiere decir ni siquiera ser culto) y quizá es algo contradictorio que recibiendo un premio que se llama „Nacional“, Fernando Trueba dijera según qué cosas. Pero yo creo que a buen entendedor pocas palabras bastan ¿A que sí?
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