Austriacos y españoles estamos separados por una diferencia de mentalidad que hace que los aborígenes nos vean como extraterrestres.
28 de diciembre.- Hoy, vamos a poner el dedo en la llaga de un problema, de un contencioso, que nos separa a los españoles de la alegre población aborigen que habita en este país con forma de pipa. Sí, sí, sin paños calientes: me estoy refiriendo al teléfono y su uso.
Hace diez años, siendo yo (más) mocito (que ahora), cuando puse mi pie en este país con intención de quedarme definitivamente, una de las primeras cosas que hice fue organizarme una manera de llamar a la base (o sea, a España) sin tener que vender uno de los tres ojos con los que cuenta mi cuerpo (naturalmente, el tercero es la glándula pituitaria, también conocida como “tercer ojo”, no pensemos en vulgaridades).
Un amigo, ingeniero él y experto, por tanto, en estas cosas, me dio un número de teléfono que marcar antes del número fijo y que así me saliera más barata la operación de contar mis cuitas de inmigrante recién llegado.
Luego, misteriosamente, este número dejó de funcionar (uno, cuando hace estas cosas, tiene visiones instantáneas de personas trabajando, bañadas en sudor, en oficinas de dudosa legalidad situadas en países tropicales de economía achacosa) así que me tuve que buscar otra manera de poder tener los veinte minutos de charleta cotidiana que normalmente tengo con mis padres. Dichos minutos, que a veces son más, son una cosa que a los austriacos les deja muy perplejos.
Lo primero que hace un austriaco cuando un español (este) dice que habla todos los días con sus padres es mirarle como si dicho español le hubiera comunicado que, una tarde que no tenía nada que hacer, dicho español había coronado (risrás risrás) la cumbre del Anapurna. Acto seguido, interviene siempre la persona aborigen más próxima a ese español (o sea, aquella con la que comparte mesa, mantel y posición horizontal nocturna) y, como si quisiera rubricar la “fazaña” de su santo/a, enuncia algo así como:
-Sí, sí, no solo habla todos los días con su casa, es que se tira además media hora.
El español, modesto, baja la cabeza y la sorpresa del auditorio aborigen aumenta. Tanto, que no puede evitar preguntar:
-Pero ¿Y qué os contáis? –porque claro, aquí, a la mayoría de los austriacos, cuando se les pasa la pubertad se les termina también la conversación con sus padres para temas que excedan al informe meteorológico del ZIB.
El español se ve entonces obligado a comentar una cosa que, desde su punto de vista, es evidente:
-Pues hablamos de las vecinas.
-¿De qué vecinas?
-Pues de las de mi bloque.
(Aquí, a los austriacos hay que cerrarles la boca) y el español sigue:
-Porque claro, en mi bloque pasan muchas cosas ¿Sabes? Y a uno le gusta estar al día.
Lo que pasa (y esto los austriacos no lo entienden mucho) es que, para un español, España entera es un bloque enorme de vecinas, con 45 millones de productores de noticias y que nos conocemos todos por h o por b.
Luego está otra cosa que a un austriaco se le escapa: el español que vive aquí sabe (y si no lo sabe es que es tonto) que, por lo que pueda pasar, tiene que mantener el contacto. Porque la triste realidad es que, si no lo mantiene él, es poco probable que lo mantenga nadie. Por eso esa insistencia en llamar a la familia, a los amigos. Es así y uno, cuando se viene aquí, deja un montón de amistades por el camino, conque si uno no se molestase. Imagínese, señora, lo que esto sería.
Para otro momento, dejaremos la problemática que implican los nuevos procedimientos de videoconferencia. O sea, ese momento en que tienes a tu madre, al otro lado de la webcam, mirándote recoger la cocina.
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