Un colegio de Viena, un colegio de España

niñoUn colegio de Viena, un colegio español: el mismo destino incierto, la misma dependencia de la buena voluntad ajena ¿Hasta cuándo?

30 de Diciembre.- Querida Ainara (*) : en estas fechas, cuando se acaba el año, es corriente que se reúnan los amigos a comer y beber un poquito más de la cuenta. Es una adaptación fisiológica, claro. Los días se hacen más cortos y el papel que hace, normalmente, la luz solar, de subirnos un poquito el ánimo, hay que compensarlo subiendo el nivel de azúcar en sangre.

La otra tarde estuvieron en casa unos amigos míos, una pareja de hermanos muy maja, austriacos los dos. Ella trabaja en una empresa grande, multinacional, y ocupa un puesto de cierta responsabilidad (lo consigno aquí no porque quiera presumir de amistades, sino para que te hagas una idea del marco en el que nos estamos moviendo).

En la sobremesa de nuestra cena navideña contó esta chica que había estado en la reunión de padres del colegio vienés de primaria al que van los hijos de su pareja y, en un momento dado, una madre había pedido la palabra y, con mucho apuro, les había explicado que su hija era transexual, que la dirección había accedido a tratar a su hija (que biológicamente es un varón) como una niña y que lo contaba porque determinados padres, a veces, tenían problemas para aceptarlo porque no estaban demasiado familiarizados con la existencia de menores trans (en Austria, como en España, la problemática de los menores trans es todavía muy desconocida).

Mi amiga y su pareja se quedaron bastante preocupados y el motivo de su preocupación es para mí un motivo de satisfacción, porque siempre gusta saber que uno se relaciona con la gente correcta: y es que mi amiga y su novio no estaban preocupados porque en la clase de su hijo hubiera un niño con necesidades especiales sino por si, de alguna manera, hubieran podido hacer algún comentario que hubiera podido herir los sentimientos de aquella madre la cual, era obvio, lo estaba pasando mal.

Por supuesto, como hubiera hecho cualquiera (o sea, cualquier persona inteligente) al llegar a su casa mis amigos se sentaron delante del ordenador y buscaron información sobre lo que pasaba. Por supuesto, los pocos temores que pudieran quedarles se disiparon cuando se dieron cuenta de que a su hijo le era totalmente indiferente que su compañera de clase tuviera pito o fuera al servicio de las niñas. De hecho, hubo una referencia de pasada al tema y ahí se acabó la cosa. El menor transexual vive feliz en su clase, todo el mundo le llama por su nombre de niña y sanseacabó. Como debe ser. Como debería ser siempre. Naturalmente, de momento. Porque esto, a nadie se le oculta, es el paréntesis de normalidad que esta criatura va a vivir hasta que dentro de unos años haya unos cambios hormonales que van a suponer que haya una invasión brutal en la intimidad de esa persona que, hasta ahora, se sentía a salvo. Desde múltiples instancias (judiciales, psiquiátricas, incluso las familiares si no tiene suerte) se depositará sobre sus hombros frágiles la carga de probar quién es y la de digerir un destino que, sin vivirlo, todo el mundo se sentirá autorizado (y capacitado) para juzgar.

Quizá no siempre se encuentre con personas tan decentes como mis amigos. De hecho, en estos días, un menor transexual, Alan, de 17 años, se ha suicidado en España a causa del acoso inhumano que ha sufrido durante prácticamente toda su vida. Como ex niño raro que he sido y adulto que mucha gente no duda en calificar de bastante excéntrico (aunque de una excentricidad benigna, por suerte), sé que eso de que la infancia es una época dorada de paz, inocencia y alegría, es una chorrada. Una mentira que, contada a los niños, puede resultar muy cruel. De hecho, es un invento de los adultos para tranquilizarnos la conciencia. Los niños, Ainara, no tienen misericordia con el que es diferente. Ninguna. Y se aprovechan sin dudarlo (espero que tú no, o que tú lo menos posible) de la ventaja que da el saberse miembro de una mayoría.

Si a esto se le suma el miedo de los adultos (porque los niños sois, quizá más que nada, el espejo en el que se ven reflejados nuestros silencios cómplices, nuestras cobardías, a veces, la roña cuaternaria de la superstición disfrazada de creencia religiosa) entonces el destino de seres como Alan está sellado.

Espero Ainara que, entre todos, hayamos conseguido, durante este año que termina mañana, fomentar en ti la conciencia de que todas las personas deben ser tratadas con decencia y de que da igual con quién se acuesten, o de qué sexo sean o de qué sexo sean las personas con las que se acuesten, son merecedoras de un respeto que, para serlo, debe brotar, ante todo, de la convicción de que cada persona tiene el perfecto derecho, inalienable, de decidir lo que es mejor para ella misma y lo que la hace más feliz y que, si no hace daño a nadie, nadie es quién para entrometerse en esa decisión.

A mí me gustaría que el caso de Alan sea el último, por lo menos en España y que el Gobierno legisle para proteger a esa minoría que está todavía más indefensa por ser una minoría dentro de una minoría y, además, una minoría invisible. Tanto en España, donde tú vives, como en Austria, en donde vivo yo. Porque cuando una criatura de 17 años está cansada de vivir y se quita la vida no hay peros que valgan. Ha llegado la hora de que los que velan por el bien público, actúen. De una puñetera vez.

Besos de tu tío

(*) Ainara es la sobrina del autor


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