El bloguero cuenta un secreto

peluqueríaHay un lugar en el mundo a donde el bloguero siempre va con gusto. Hoy sabrán mis lectores cuál es y por qué.

23 de Enero.- Si el pelo me creciera a un ritmo suficiente (que ya no me crece) yo estaría en el peluquero un día sí y otro también.

A mí, ir a la peluquería me relaja muchísimo, con una condición: no tener que esperar. Esto es una manía que nos inculcó mi padre a mí y a mi hermano cuando éramos chavales. Íbamos siempre al mismo establecimiento y, para que no tuviéramos que esperar mucho, mi padre nos hacía salir de casa, en pleno verano, para que estuviéramos diez minutos antes de que abrieran después de la hora de la siesta. Supongo que al peluquero (que fue también el que nos cortó el pelo por vez primera y que ha muerto estos días pasados, recién jubilado que estaba, de un infarto) el ver allí a aquellos niños a las cuatro y veinte de la tarde le debía de dar bastante porsaco; porque no hay nada que peor siente después de una sobremesa veraniega que el encontrarte con que el trabajo está ahí esperándote, pero no lo demostraba.

En fin: a lo que yo iba.

Yo, en la peluquería de caballeros me siento relajadísimo, quizá porque, como mi trabajo diario consiste principalmente en que todo el mundo me hace preguntas que son muy difíciles de contestar, en la peluquería nadie me pregunta nada (vamos, salvo cómo quiero que me corten el pelo) y soy un sujeto totalmente pasivo de las decisiones que toma otro y ese otro tiene la situación enteramente bajo control y nada puede salir mal (o sí: sí que puede salir mal, pero el arreglo es fácil, porque ya se sabe que „borriquillo mal esquilao a los cuatro días igualao“).

Me gusta ir siempre a la misma peluquería, un establecimiento de turcos industriosos en donde, los sábados, casi hay más peluqueros que clientes, para que uno no tenga nunca que esperar (otro punto a favor).

Hoy, he dedicado el mediodía a hacer una sesión de fotos para un cliente. Ha sido bastante arrastrada (por necesidades del trabajo, he tenido que estar largo rato en plan marine, reptando por el suelo) y se ha demostrado eso que yo digo siempre y es que, para ser fotógrafo, hay que estar muy en forma. Al terminar, el cliente (la clienta) me ha pagado con la religiosidad que el tópico atribuye a los buenos pagadores y yo he cargado con el trípode, la bolsa con los aparejos fotográficos y mi propia persona y he atravesado una Viena nevada.

Al pasar por la peluquería, me he acordado de que necesitaba un corte de pelo y allí que he entrado.

-Buenas tardes ¿Quién es el último?

-Usted es el siguiente -me ha contestado un joven turco en un alemán con un poco de deje dialectal (o sea, que lo había aprendido aquí)- y me ha indicado un lugar en lo que fue, en algún momento, la trastienda del local.

Yo, me he deshecho de toda la impedimenta (trípode, cámaras, gorro, cazadora, jersey y, por último, las gafas) y he tomado asiento.

El hombre me ha tratado como si, en vez de estar en una peluquería de barrio (y de las más baratas del barrio) estuviéramos en un prestigioso salón. A mí, la verdad, esas cosas me hacen mucha gracia y me caen muy bien, porque veo en ellas una ambición profesional y a mí, la gente que quiere ir a más en esta vida, me gusta.

El peluquero turco, que lucía una barba primorosamente recortada y un tupé pungente que habría matado otra vez a Elvis Presley si no estuviera muerto ya, me ha preguntado por el corte que quería:

-Corte usted, que cada día me tengo menos y así se disimula y arrégleme la barba.

El hombre casi me ha hecho una reverencia y con un gran cuidado, como un artista que estuviera ultimando su obra maestra (solo que la obra maestra era yo) ha empezado su labor.

Qué delicia, obedecer a unas órdenes que ni siquiera se hacen palabras. Un toquecito en las sienes y uno inclina la cabeza para un lado, un toquecito en la coronilla y uno echa la cabeza para abajo.

Modelo

Y mientras me cortaba el pelo yo pensando en la sesión de fotos que hice ayer (las fotos, aunque esté mal que yo lo diga, quedaron fenomenal) o en cómo haría las fotos de hoy para que quedaran chulas y en los sitios en donde yo me había cortado el pelo (aquella peluquería de La Habana vieja, junto al Malecón, en donde me miraba todo el mundo como si yo fuera un extraterrestre o una máquina de producir euros).

Mi amigo el peluquero turco, en la segunda mitad (la de la barba) ha decidido darme conversación (punto en contra, porque a mí ni en los taxis ni en las peluquerías me gusta hablar).

-Y eso que lleva usted ahí -por la funda negra del trípode- qué es ¿Un instrumento musical?

(y yo, para mí „una escopeta de caza, no te jiba“)

-No, un trípode. Es que soy fotógrafo.

Y él que si también hacía fotos por las casas o si tenía estudio:

-Pues mire usted, tengo estudio, pero también me desplazo según las necesidades del cliente.

Y él que cuánto cobraba:

-Pues mire, no tengo una tarifa fija, según. Una boda no es igual que una sesión de retratos y las fotos de publicidad, pues tampoco son igual.

Al final, como de costumbre, el numerito del mechero (para quemarme los pelos de las orejas). Esta vez me ha quemado un poquillo (olía a pollo ídem) pero él se ha echado a reir como quitándole importancia a la cosa.

-Es un poco raro, pero no es peligroso.

Entre medias, que se me ha olvidado mencionarlo, ha aparecido un tonto (como si estuviéramos en un pueblo, igual) y el tonto, desdentado, le ha pedido al peluquero por señas tabaco y el peluquero le ha dado un cigarro y luego, cuando se ha ido, el hombre, un poco avergonzado por la interrupción, ha estado explicándome que el tonto les viene todos los días y les pide cigarros y dinero.

-Y claro, los cigarros vale, pero el dinero…Estoy yo como para que me den a mí.

Amén.


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