Noches de baile

baileEn un baile, después de haber hecho todo lo que uno tiene que hacer, es inevitable que surjan las reflexiones.

20 de Abril.- Querida Ainara: cuando yo era chico, tendría yo unos catorce años, mi colegio nos llevó de excursión a los Estudios Buñuel de Televisión Española (creo que en el Paseo de la Habana) para asistir a la grabación de un programa que se hacía entonces y que se llamaba “Pero esto qué es”.

Recuerdo que nos llevaron a un plató oscuro, lleno de polvo (los estudios de televisión siempre tienen más mierda que le palo de un gallinero) y nos sentaron en un graderío portátil parecido a esos de las plazas de toros que se montan en los pueblos. Frente a nosotros había un escenario iluminado que figuraba una sala de estar. Pacientes, con esa paciencia de los cómicos viejos que tienen muchas plazas en los huesos, estaban esperando a que les arreglaran las luces doña Aurora Redondo y doña Maria Isbert, que grababan aquel día un sketch perfectamente olvidable en el que hacían de hermanas. Yo entonces no lo sabía, pero tenía delante dos trozos vivientes de la historia del teatro español. Doña María por si fuera poco ser la hija de su padre, era una cómica culta (hablaba perfectamente alemán) que había trabajado con Buñuel, y Doña Aurora Redondo había hecho su debú nada menos que en el estreno de La Venganza de Don Mendo, de Muñoz Seca. Había hecho la exquisita duquesa catalana, dama de compañía de la reina de Castilla y de ahí, hacia arriba, durante largos años en compañía de su marido Valeriano León.

Fue doña Aurora la que se llegó a la boca del pequeño teatrillo y se quedó mirando a la bulliciosa bandada de colegiales que la mirábamos a nuestra vez. Al poco, se acercó Maria Isbert y la cogió del brazo, con esa sonrisa de niña sorprendida que le iluminó la cara hasta su muerte. Aurora Redondo, que debía de andar entonces ya por los ochenta, se nos quedó mirando y luego, con esa vocecita de abuela de cuento que tenía, y que escondía una tenacidad de hierro, dijo:

-Mira María, míralos ¿Has visto qué jovencitos?

Hubo un momento en que sus ojos azules se tiñeron de algo que a mí, con esa maldad inconsciente que tienen todos los críos, me pareció una emoción impropia de un adulto y que definitivamente era melancolía.

La otra noche estuve en un sitio bien austriaco: un baile.

Fue en un prestigioso hotel de esta capital (de hecho, el que el mismo emperador utilizaba para alojar a sus invitados extranjeros). Era el baile de dos “Gymnasium” privados que celebraban juntos que, un año más, sus alumnos (hijos de padres extranjeros en su mayoría, bastante adinerados algunos) habían llegado hasta la Matura.

El fotógrafo, si es bueno, tiene que ser observador y tener cierto talento para leer en el corazón y las acciones de las personas (porque hay un momento en que hay que saber predecir qué es lo que va a hacer la persona que tienes delante de la cámara, y más en situaciones como un baile). Desde luego, adinerados o no, uno podía ver que los jóvenes son iguales en todos los sitios y en todas las épocas y en todos los medios sociales, y quizá era eso lo que quería decir Aurora Redondo allá, a mediados de los años ochenta del siglo pasado. Dando vueltas por entre aquella muchedumbre de gentes que no llegaban a los veinte, uno se daba cuenta de que estaban representados todos los tipos humanos y uno, desde sus años, se daba cuenta de que podía leer en aquellas caras cosas que aquellos jóvenes no podían leer. Cosas también por qué no, que el extranjero puede leer pero que al aborígen se le escapan. Porque los extranjeros tenemos ese superpoder, que supongo que adquirimos en esos momentos en que, privados del idioma, nos tenemos que fijar en las cosas.

También me di cuenta de que hacerse mayor, Ainara, no es tanto cómo tú te sientes -personalmente, uno se siente igual ahora que con dieciocho, solo que con veintidós años más de experiencia, lo cual da mucha tranquilidad- sino cómo te ven los demás. Para muchos de aquellos chavales, yo era una especie de criatura no ya mayor, sino peor: incomprensible.

Volviendo a casa, en metro, después de haber bailado y después de haber hecho todas las cosas que es conveniente que un español haga cuando va de baile (la confusión de la quadrille, la cola del Kaiserschmarren para matar el gusanillo, el Aperol gespritzt) pensaba yo que Dios ha querido que entre la juventud y la madurez haya un muro de metacrilato para que los mayores pensemos que nos han echado de una habitación en la que estábamos (no me atrevo a llamarla paraíso, porque yo no volvería a tener dieciocho años ni harto de anís) y los jóvenes estén imposibilitados de tener el agradable juego de conocimientos que se tienen pasados los treinta y que nacen de haber visto un poco de qué va todo y haber sabido sacar las oportunas consecuencias. El mismo desprecio que a veces los jóvenes exhiben hacia los mayores también lo exhiben los mayores hacia los jóvenes, pero no hay que engañarse, porque nace, en ambos casos, de que la imposibilidad fisiológica les impide ponerse a unos en el lugar de los otros.

Quizá esté bien que sea así.

Besos de tu tío


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