La victoria póstuma de Friedrich Zawrel

escuelaUna vida de película, un bueno humilde y marginal, un malo instalado en el poder que se creía a salvo del destino. El escenario: Viena.

16 de Junio.- Vivimos tiempos difíciles. La sensación de miedo ante un futuro incierto hace que se enconen sentimientos que nos dan seguridad (o que, a los que no tienen mucho entre los parietales, que es gran parte de la Humanidad por lo que parece, les da seguridad) por ejemplo el nacionalismo, con su llamada al fuego de la tribu; la búsqueda de una identidad.

Esos grupos de personas que sienten que llevan la misma camiseta puesta y que pertenecen al mismo equipo, son como los niños en los recreos, cuando éramos pequeños, y nuestra pandilla decidía a quienes „ajuntábamos“ y a qué niños condenábamos al ostracismo. A diferencia de entonces, los rencores contra los que, según sus miembros, han hecho algo en contra del grupo, pueden prolongarse incluso más allá de la muerte.

Durante la mayor parte de su arrastrada vida, Friedrich Zawrel fue un pobre diablo, un delincuente de baja estofa que se mantuvo a flote a base de pequeños y grandes hurtos, por los cuales pasó en la cárcel un total de 13 años.

Casi desde la cuna, su destino parecía cantado. Hijo de una familia paupérrima, Zawrel nació en la ciudad francesa de Lyon, a la que su madre había emigrado para escapar de la miseria que azotó Austria en otro periodo siniestro y también marcado por la crisis económica: los años treinta.

Cuando se enteró de que estaba embarazada, estaba, de hecho, tratando de librarse del padre de Zawrel, que era alcohólico.

Cuando Friedrich Zawrel y sus hermanos eran todavía pequeños, la madre volvió a Viena, en donde se mantuvo a flote como pudo, hasta que, tras muchas vicisitudes, la familia fue desahuciada y Zawrel entregado a unos padres de acogida que le llevaron, en 1938, a ver la entrada de Hitler en Viena.

En 1939, Friedrich Zawrel y su hermano Kurt aterrizaron en la „Institución para la Eutanasia Spiegelgrund“, en lo que hoy es el Otto Wagner Spital. Se llevaba allí a los niños que procedían de familias humildes o con padres alcohólicos, o con minusvalías. Eran la carne de cañón del régimen nazi. Allí, se topó con una escoria humana Heinrich Gross, que era el médico jefe de aquella cámara de tortura y experimentación. En Spiegelgrund se experimentaba con los niños nuevos medicamentos, los críos servían de cobaya para que aprendieran las enfermeras que estudiaban, se los sometía a humillaciones sin cuento. Zawrel consiguió escaparse varias veces, pero nunca se mantuvo fuera más allá de una semana y el hambre canina o los guardias le hacían volver.

Tras la guerra mundial, lo dicho, una carrera dedicada al delito de medio pelo, hasta que en 1975, durante el transcurso de una detención, como en una novela del XIX, el destino volvió a poner frente a frente a Fredrich Zawrel y a Heinchrich Gross, el cabronazo que le había torturado de niño. Era el encargado de estudiar su expediente para aplicarle medidas penitenciarias.

Gross había pasado la aduana de la posguerra sin mayores traumas, se había afiliado al SPÖ y se creía a salvo del pasado ¿Qué podía hacerle un pobre diablo como Fredrich Zawrel a un miembro respetable de la sociedad, como él? Era la misma suficiencia, la misma ausencia de remordimientos que la monja española que robaba los niños a sus madres durante el franquismo para vendérselos a familias ricas exhibió cuando la policía se presentó en su convento y la obligó a testificar.

Zawrel sin embargo consiguió lo que parecía imposible, sobre todo para un ser que, en aquellos momentos, se movía en la marginalidad: contactó con un periodista del diario Kurier y le puso sobre la pista del pasado de Gross el cual terminó siendo juzgado por los horribles crímenes que había cometido durante el nacionalsocialismo. Sin embargo, mucho tiempo después: en los noventa. Alegó demencia y nunca llegó a ser procesado por sus crímenes.

Zawrel, entretanto, redimió sus penas y encontró una manera de vivir honrada pero humilde, precisamente en el Otto Wagner Spital, en donde había estado preso de niño y en donde se dedicaba a enseñarle a los jóvenes y a los turistas los sitios en donde miles de niños habían sido asesinados o torturados, para que quedase memoria de aquella atrocidad.

En marzo del año pasado, se iniciaron los trámites para cambiarle el nombre a la escuela a la que había asistido Fredrich Zawrel, en el distrito vienés de Landstrasse, y ponerle su nombre. El cambio encontró la feroz oposición del FPÖ, que no dudó en tratar de desprestigiar a Fawrel diciendo que una persona con su biografía no era la más indicada para que su nombre lo llevase una escuela. Si acaso, se dijo con sorna, „una institución de rehabilitación“.

El Ministro de Justicia austriaco, Sr. Brandstetter, argumentó que Zawrel había pagado sus deudas con la justicia en vida, y había sido una persona que había llevado una vida durísima cuya principal redención había sido la de no dejar que se olvidara aquellas experiencias por las que había tenido que pasar.

A partir de hoy, la escuela se llama Fredrich Zawrel. Y con mucha razón.


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