La voz del extranjero

negativoMás allá del debate subyace una pregunta¿Tenemos los extranjeros derecho a expresar abiertamente nuestra opinión sobre el país que nos acoge?

18 de Agosto.- Como muchos de mis lectores saben, soy uno de los cuatro moderadores del grupo de Facebook “Españoles en Viena”. Se trata de un grupo grandecito y, gracias, supongo a un loable espíritu cívico por parte de sus componentes, resulta de ordinario un lugar de conversación en donde la sangre no suele llegar al Danubio.

Ayer sin embargo, una tertuliante abrió la caja de los truenos, al contar una situación con la que nos hemos enfrentado, en algún momento, todos los que vivimos aquí. Alguien, a quien ella considera una bellísima persona empezó a hacer de pronto comentarios racistas y xenófobos hacia personas de religión musulmana y procedentes de los países de Asia Menor.

Se abrió en el grupo el correspondiente debate que tuvo algunas ramificaciones interesantes. Hubo, naturalmente, algunas personas que sostenían que la persona que hacía estos comentarios racistas tenía razón, porque como, según sostienen ellos, es de dominio público, las personas de religión musulmana y procedentes de Asia Menor llevan en sí la semilla del mal (en fin). Hubo, naturalmente, quien defendió si no la posición contraria, sí un justo medio. O sea, que en este grupo de población hay, como en todos, criminales y gentes de mal vivir, pero que no se puede generalizar.

Y se habló, naturalmente, de si los austriacos son xenófobos o no. Doctores tuvo la Iglesia. Yo dije lo que pienso honradamente y ya he repetido muchas veces en este blog: y es que los austriacos, como cualquier hijo de vecino, no son xenófobos conscientemente (salvo, claro, el grupo de cabezas huecas irreductibles que forma el espinazo del electorado del FPÖ, pero es que algunas formas de la idiotez son inextinguibles) pero que sí que hay una xenofobia latente de la que los austriacos no se dan cuenta, que es un poco, valga la comparación, como ese machismo de baja intensidad que se manifiesta en todas las personas que dicen “yo no soy machista ni feminista, yo estoy por la igualdad” o esos hombres que dicen no ser homófobos y aseguran que “algunos de sus mejores amigos son gays, pero que qué pesados los maricones con tanto pedir derechos”.

Es esa xenofobia que se detecta, como un gas pernicioso, invisible pero indudablemente presente, cuando las personas como esta de la que yo hablaba más arriba, empiezan a echar pestes de los extranjeros y de pronto notan que tú te quedas callado, y entonces ellas dicen:

-Tú no te puedes comparar con ellos –y en ese ellos cabe todo el hombre de Cromagnon que es capaz de entrar en un disfraz de civilizado homo sapiens sapiens.

Ya solo eso de que hay “extranjeros buenos” y “extranjeros malos” o “extranjeros A” y “extranjeros B” es, en mi opinión, un signo muy preocupante de que la propaganda de la ultraderecha, con su goteo constante, ha calado en la población (y quizá el indicio claro de la presencia de un lector del Kronen Zeitung o del Österreich, esos dos medios que, sin ningún miramiento, se encargan de exacerbar los bajos instintos de una parte nada despreciable de la población austriaca).

Sin embargo, la parte más interesante del asunto estaba por llegar.

A pesar de que, en mi opinión, el debate se había desarrollado en unos términos bastante civilizados (como, por otra parte suele ser el caso) un austriaco que nos leía (y que habla muy bien español) se sintió ofendido no se sabe si por los términos del debate o por el contenido del mismo.

También sobre esto, me permitirán mis lectores que exponga una teoría: el otro día, en Ucrania, hablaba yo con una amiga (y ella se moría de risa) de que los gays, los refugiados y los inmigrantes tenemos una cosa en común: la mayoría dominante, para perdonarnos lo que somos, nos exige una perfección que no se le exige al nacional. Y una de las formas, quizá la más perversa, de esa perfección, es que, para algunas personas, no tenemos derecho a opinar desfavorablemente sobre el país que nos acoge o sobre la mayoría dominante de que se trate, so pena de ser tachados de desagradecidos (cuando no de cosas peores).

Quizá porque vengo de un país en donde se ha ejercido el racismo constantemente y de manera cerril hacia los propios ciudadanos (no hace tanto, por ejemplo, yo lo he vivido, la gente acusaba a los gitanos de las mismas barbaridades que ahora se dicen de los sirios o de los afganos, y se quemaban sus escuelas y sus casas, y no se permitía que los niños se juntasen unos con otros) y aún después, hemos inventado toda una serie de insultos, a cual más sucio y maquiavélico, para calificar a las personas que, provenientes de Latinoamérica, ejercían trabajos que los españoles rechazábamos por considerarlos indignos de nuestro estatus económico, no soy capaz de ofenderme si alguien dice de mi país que es xenófobo y racista, y tampoco sería capaz si lo oyese de labios de cualquier dominicano, peruano, chileno, argentino o cubano (los cuales, probablemente, tendrían buenas razones para decirlo).

Uno, como nativo del país, no se da cuenta del privilegio que supone “jugar siempre en casa” y tiende a despreciar , como este tertuliante austriaco con el pundonor herido, la hostilidad que el país de acogida puede llegar a ofrecer al que llega. Y aunque uno, personalmente, JAMÁS DE LOS JAMASES, ha tenido problemas con ningún austriaco, también es verdad que es cierto que yo he tenido bastante suerte y que en todas partes cuecen habas.

Quisiera terminar este artículo tan largo diciendo que los que vivimos en un país en el que no hemos nacido tenemos una perspectiva sobre ese país necesariamente diferente del nativo. Somos, en realidad, como un espejo porque lo hemos tenido que aprender todo de cero y, para aprenderlo, hemos tenido que examinarlo, con sus pros y sus contras, lo bueno y, por qué no, también lo menos bueno. Lo cortés, no quita “lo cabral” como decía aquel.


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