Mañana será mi cumpleaños. Mientras abría mi (auto)regalo, me ha entrado una aprensión.
7 de Octubre.- Cuando yo era (todavía) más joven(cito que ahora), me tocó muy cerca el caso de unos chicos de clase media de Madrid los cuales, sin contar con tradición familiar previa ni otras excusas que lo justificasen, decidieron ser toreros (lo cual, en mi ambiente social, es como si hubieran decidido que lo que querían hacer era enfundarse unos tutús y bailar El Lago de los Cisnes en el Bolshoi).
Sin darse cuenta de lo escasas que eran sus posibilidades de triunfar en el intento, se compraron sus trajes de torear (parece que lo propio es empezar por el uniforme de trabajo) y, a despecho de los que observábamos la cosa diciendo oyoyoyoy y les vaticinábamos un futuro en una profesión más normal (charcutero, agente de cambio y bolsa, experto en marroquinería mozárabe) se pusieron a pedir una oportunidad, vamos, a mendigarla. Y al hacerlo pusieron, como dijo aquella, “todo el corazón en el asador”.
Mientras ellos se enfrentaban a un rosario, no por previsible menos doloroso, de negativas, los que les observábamos aprendimos que lo de torear, señora, no es tan fácil como parece porque claro, el torero, como todos los deportistas (bueno, si es que el toreo es un deporte) tiene que entrenar (y si se considera que es un arte pues tiene que “ensayar”). Además, los toreros (o aspirantes) al contrario de lo que les pasa, por ejemplo, a los concertistas de tuba o a los saltadores de longitud, para “entrenar” o “ensayar” (según) necesitan más tarde o más temprano el concurso de un toro (o “misilar”) que embista, enfrentándose al cual pueda demostrar que la calidad de su testiculina (la del torero) es superior a la de la fiera (o a la de los hombres normales, los que no consideramos necesario arriesgar nuestra vida), etcétera, etcétera.
Un toro, parece que no, pero sale por un pico (el animalito come paja o pienso, es necesario que trote por la dehesa, etcétera) y, dejando aparte la moralidad o la inmoralidad del asunto de la lidia, en la que no me meteré, el hecho de que para entrenarte tengas que comprar un objeto de entrenamiento que solo te vale para una vez (porque, sobre todo si la faena se despacha hasta el final, no puede haber “toros de segunda mano”) y que esa faena dure lo que un polvo rápido (con perdón) pues lógicamente encarece la cuestión bastante. Fue principalmente por un agotamiento de sus recursos financieros y no por falta de talento por lo que estos conocidos míos tuvieron que abandonar su aventura taurina, pero ya lo dijo Emily Dickinson, que “el éxito parece más dulce a aquellos que no lo cataron” (cito de memoria). La vida es así.
Mañana será, un año más, mi cumpleaños. Con este motivo, me he hecho un regalo que me hacía mucha ilusión: una luz de estudio que es la tercera de mi equipo y que me permitirá hacer unas fotos más chulas que las de hasta ahora (que ya son chulísimas, modestia aparte). Mientras abría la caja (enorme, como nunca fueron las de mis regalos de cumpleaños de niño) y desempaquetaba las piezas de mi nuevo juguete, me acordaba yo de estos conocidos y de sus escuálidos toritos de alquiler, como elemento necesario para poder ejercer su vocación y de pronto me ha entrado como una aprensión ¿Qué pasaría si no tuviera modelos para estrenar el aparato? Porque yo soy un fotógrafo que, sin personas que fotografiar, no soy nada. Y pasa una semana sin hacer una sesión y ya estoy intranquilo, como Lumiére, el de la Bella y la Bestia, pensando que “triste y deprimente es la vida de un sirviente si no tiene un solo ser a quien servir”.
Este fin de semana, sin embargo, me voy a desquitar. Ya iré publicando (si mis clientes me lo permiten) algunos de los resultados.
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