La tierra de la verdad

CementerioDicen que Viena es la ciudad en la que la muerte pasa sus vacaciones (como si la muerte librase alguna vez…)

1 de Noviembre.- Acabo de llegar del cementerio. Sí, a estas horas. Yo recuerdo que, sobre todo cuando yo era chico, en España, el camino del cementerio era una romería que tenía bastante de festiva (claro, en aquellos entonces uno no tenía a nadie en el cementerio todavía y, además, misteriosamente, solía hacer bueno, un tiempo anticiclónico típico).

Uno entraba al camposanto y lo que veía era básicamente color. Las flores (naturales las menos, de plástico o tela las más) y un ir y venir de gente que limpiaba las lápidas o que charlaba con vecinos y conocidos (mi abuela Alejandrina charlaba, y charla aún, también con los difuntos). Los muertos, espectadores mudos, eran como los niños que escuchábamos, sin entender la cosa demasiado bien, la conversación de los adultos.

En Austria, en cambio, se va a los cementerios al oscurecer.

La muerte, escoltada por la sabiduría, va tras los soldados

Se producen más o menos los mismos diálogos, pero en la oscuridad. O la semioscuridad. Sobre las lápidas, ponen los deudos veladoras con la pantalla roja, de manera que, sobre cada tumba, hay dos o tres luces. Al fondo, la voz del cura, de arrastrado acento postcomunista, pide a los fieles que recen la oración que nos enseñó Jesucristo.

Hágase tu voluntad, amén.

El panteón del mercedes

En el cementerio al que voy y en el que, quién sabe, quizá descanse algún día (las presentaciones serán tediosas con todos mis compañeros de sueño eterno ¿Quién es este que habla tan raro?) las tumbas están muy juntas.

Es un cementerio recoleto, con las lápidas negras con las letras en dorado diciendo los nombres de los difuntos y las dos fechas en las que se enmarca esto que cada uno utiliza, aprovecha y entiende como Dios le da a entender.

Cuando viene el buen tiempo, si uno va por la mañana, tiene buenas vistas. Se ve el lago Neusiedl.

Carpaten-31Hoy, mientras yo caminaba intentando no hostiarme, pensaba yo en la cantidad de cementerios en los que he estado y en lo tranquilo que camino por ellos. A mí los cementerios me dan como paz. Ahí, en „la tierra de la verdad“ como la llama alguna gente, mueren junto con el cuerpo todas las preocupaciones, todos los afanes, se cierran (por cojones, pero se cierran) todos los expedientes. La muerte, nos iguala y, a lo más que alcanzamos, es a la inútil presunción de que nuestros restos estén en un panteón de mármol o bien en una humilde sepultura con unas erikas o unas siemprevivas sembradas con más o menos salero. El resultado es el mismo.

Este año, por ejemplo, he estado en un cementerio ucraniano, que es muy distinto de los austriacos (tan ordenados, tan sobrios) y también de los cementerios españoles, en donde la blancura de las lápidas y las letras doradas, baratas, hablan de lo poco que mis paisanos piensan en la de la guadaña (a pesar de que se pasen media vida pagando „los muertos“, esa modestia reliquia que queda de la posguerra).

Carpaten-48

El cementerio ucraniano era tal porque estaba vallado, pero la verdad es que las hierbas (quizá porque estaba cerca de Chernobyl formaban una tupida jungla entre las tumbas). Los matrimonios, como en los sepulcros etruscos, descansaban ataud con ataud, los muertos recientes estaban además sepultados bajo unas coronas de colores brillantes que solo se quitan cuando ha pasado el primer aniversario de la defunción (yo pensaba que era un poco como haber pasado el periodo de prueba de la eternidad). Al contrario de lo comedidos que somos por aquí para dar información sobre nuestra vida, en Ucrania la gente hace grabar en sus lápidas las cosas más peregrinas. Por ejemplo, una torre de alta tensión (¿Para qué quiere nadie que la posteridad le recuerde exactamente así? ¿Por qué era tan importante para aquel muerto la electricidad? Nunca lo sabré). El ritual se repitió como hoy, la pausa silenciosa de los adultos alrededor de la tumba del abuelo (una pausa y un silencio a los que no son ajenos el pensamiento de que, el día menos pensado, todos calvos) la mirada alrededor, un poco incómoda, de los niños. El clic clic clac de mi réflex. A la gente le da cosa ir a los cementerios, pero yo no tengo ningún miedo (quizá sea inconsciencia). Al fin y al cabo, más pronto o más tarde tocará a acostumbrarse. Mejor pronto ¿No?


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