¿Inocentes o culpables? Ya lo decía Lola Flores: los rubios y „los marenos“ son malignos todos los hombres.
28 de Junio.- Viena. Ocho menos cuarto de la mañana. Tiempo típicamente anticiclónico. Estado de la mar: llana.
En el metro, es hora punta.
El bloguero coge el ferrocarril suburbano en la estación central, conocida entre la población aborigen como Hauptbahnhof. Va aún algo amodorrado por el traqueteo del tren que le ha traido hasta Viena, procedente de una bonita localidad, marco incomparable de belleza sin igual, situada en Burgenland.
Al subirse al metro, busca el viajero un asiento libre. Lo encuentra en un grupo de cuatro, en donde hay sentado un hombre, de unos cincuenta años, el cual lleva dos mochilas las cuales, dicho sea de paso, dan más porculo que una chaqueta larga. Sigamos: frente al hombre, una muchacha con esas hechuras que, para los „moelnos“, la convierten en „curvy“. O sea, una chica entradita en carnes.
Como el protocolo aconseja en estos casos, van los viajeros inexpresivos para que no les tomen por esos encantadores alcohólicos matinales, tan frecuentes aquí, que desayunan su lataza de cerveza o por alguno de esos entrañables votantes del FPÖ que le pegan al Red Bull, se diría que con el único propósito de producir perfumados regüeldos. La muchacha va escuchando música con unos auriculares. El viajero bloguero, mientras tanto, lee a saltos un libro de Asimov.
Tras varias estaciones, llega el metro a Praterstern y el hombre de las mochilas monta un número considerable para bajarse.
Como para morir nacemos, soporta el viajero bloguero sus contorsiones y forcejeos con resignación budista. A esto que, de improviso, el tipo se para en seco y, dirigiéndose a la gordita con un rencor evidente, le dice algo como esto (llegados a este punto, activamos la opción de subtitulado simultáneo):
-Que sepa usted que me ha dado un viaje de aquí te espero -la chica le mira sin comprender mucho- sí, sí, mírese ahí, despatarrada, que me iba usted dando todo el rato con los pies, sin dejarme espacio. Que sepa que es usted una maleducada.
La cara de la chica es un poema. Una color se le va y otra se le viene. No por las palabras del hombre, sino por el tono hiriente, que es como si, sin respirar, le hubiera llamado „cachofoca-golfa-borracha“.
Una vez pronunciado su parlamento, el tipo se marcha y la muchacha, incapaz de soportar la vergüenza, traga saliva, se levanta y, literalmente, sale huyendo vagón adelante, para quitarse de la vista de los testigos de la escena, que estamos tan estupefactos como ella.
El superpoder asociativo del viajero se pone a trabajar y se acuerda de la última cosa venida de los Estados Unidos, una nación que a veces uno piensa que está habitada por una tribu de niños tan malévolos como escasos de luces (no, Donald, no me refería a ti, te hubiera nombrado). Se trata del llamado „manspread“ o sea, de la propensión que parece que tienen los hombres americanos de viajar en los transportes públicos descarranchados con las patas abiertas, privando a las pobres mujeres americanas de un espacio vital cuya distribución se convierte así en una metáfora del yugo opresor del heteropatriarcado.
Tengo que confesar que (mea culpa, mea grandisima culpa) que la primera vez que leí sobre este despatarre del género al que pertenezco creí que era broma (como lo de Sharknado) pero luego deduje que debía de ir de veras la cosa, porque los medios que leo normalmente se llenaron de pronto de sesudas alusiones al „manspread“ escritas por otras tantas juanas de arco de los tansportes públicos (europeos, también).
De manera que, en mi calidad de usuario frecuente (y forzoso) de los transportes públicos, me propuse viajar ojo avizor, así como buscar en mí mismo las huellas de este comportamiento brusco, al objeto de enmendarme llegado el caso. Tengo que reconocer que, o bien viajo en unos transportes públicos exquisitos o bien soy todavía más despistado de lo que yo pensaba porque salvo casos aislados (a Dios gracias) no conseguí encontrar muchos rastros de esta práctica que, en América, a juzgar por el eco mediático, debe de ser una plaga que ríete tú de las siete que asolaron el Egipto bíblico (me quedé más tranquilo porque yo mismo soy inocente de la falta; no por nada, sino porque cada vez que viajo aprovecho -como en estos momentos- para escribir mi artículo cotidiano, de manera que mis piernas cerradas y mis rodillas juntas se transforman en un escritorio).
Hace ya un mes o así, me dije: „Paco, igual es que no eres chica, y la testosterona te nubla el raciocinio“. Algo entristecido ante este obstáculo orgánico, que solo podré sortear cuando la benéfica „pitopausia“ venga en mi auxilio, decidí rendirme, y dejar en suspenso estas observaciones. Hasta hoy.
Es una ironía que el asunto este me lo haya recordado, precisamente, una mujer despatarrada.
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