Una lectora me ha escrito pidiendo que denuncie públicamente un suceso acaecido el otro día en el metro de Viena. Y yo, obediente, lo denuncio.
24 de Julio.- Hace unos meses un amigo mío austriaco muy salao me llamó con un subidón de autoestima.
Resulta que este amigo mío, al objeto de conjurar los peligros de la vida sedentaria, había ido al Amalienbad, famosa (y hermosísima) piscina de esta capital, para hacerse unos largos.
Al ir a pgar su entrada la taquillera, muy mal encarada, le dijo:
-Perdóneme, pero hoy la piscina está cerrada.
Mi amigo vio que, obviamente, había otros bañistas animados por su mismo propósito y pidió explicaciones:
-Es que hoy-contestó la taquillera- es el día de los senioren –o sea, de la tercera edad- y claro, solo pueden nadar ellos.
Mi amigo, quizá intuyendo ya su subidón futuro, sacó pecho:
-Y dígame usted, querida señora ¿A partir de qué edad se considera que uno es de la tercera edad?
La taquillera miróle de arriba abajo y puso la boquita fruncida, como los cierres de los bolsos de señora de antes y le dijo:
-De todas maneras, es usted demasiado joven.
-Ya, ya ¿Pero a qué edad?
-A partir de los cincuenta y uno.
Triunfal, mi amigo, que ya hace unos años que pasó de los cincuenta, sacó el carnet de conducir y se lo puso a la taquillera delante de las napias. Acto seguido, pagó con el mayor de los gustos la entrada de la piscina sintiendo que Brad Pitt no tenía nada que envidiarle.
Hace unos días me vino a la memoria esta minúscula estampa de la vida viení, porque una amable lectora me envió el relato de un suceso que le había acaecido a una amiga suya en el metro.
Lo cuento como ella me lo contó.
Pues señora: resulta que el viernes pasado una amiga de esta lectora iba en el metro, línea 1, en el trayecto entre la ONU –Vienna International Center– y Schwedenplatz. Le acompañaban sus dos criaturas: a saber, una niña de cinco años y un bebé, al que su madre llevaba en brazos. La madre y las criaturas se fueron a sentar, en la parte en que se unen los vagones y en donde, en vez de cuatro asientos, hay solo tres (dos y uno enfrentados). La niña se sentó en uno de los dos y la madre en el asiento solo, con el bebé en brazos.
En esto que también se subió al metro una señora (le haremos el favor de llamarla de ese modo) de unos sesenta años. Pelo blanco corto, gafas de sol, i-pod anclado al opulento pecho (¿Con canciones de Andreas Gabalier?), pandero de generosas proporciones.
Sin mediar palabra, la señora se sentó encima de la niña de cinco años la cual, asustada porque la había atropellado el camión de la carne, se echó a llorar.
La madre de la criatura, tras comprobar que la recién llegada no era una invidente y que se había sentado sobre su hija en un acto de pura y simple mala leche (!Qué mala es la ausencia de vida sexual, señora!) le recriminó a la mujer su actitud.
La bruja contestó que lo que dijera la joven madre a ella le chupaba un pie y que, en cualquier caso, ella tenía más de cincuenta y un años, por lo cual estaba ya dentro de la categoría de tercera edad y gozaba de preferencia a la hora de ocupar asientos en el metro de la manera que le pareciese más oportuna y, por lo mismo, se merecía ella más ir sentada que la mocosa aquella (no: no preguntó qué hacía aquella niña allí en vez de estar arrancando carbón en las entrañas de la tierra, pero poco pareció faltarle).
La amiga de mi lectora no daba crédito a semejantes razones (repetimos: si la gente foshara o foshase más, el mundo sería otro) y así se lo dijo. La bruja, por su parte, notó en el acento de la mujer que no era austriaca de pata negra y, ni corta ni perezosa, empezó a hacer honor a la (mala) reputación de por lo menos un tercio del electorado austriaco. Que si estos extranjeros, que ya se sabe que les das la mano y se toman el brazo, que vienen aquí todos nada más que a chupar del bote. Ellos a vivir de los seguros sociales y ellas a parir como conejas, que a este paso no vamos a quedar austriaco de verdad, que se nos va a echar a perder la raza aria y ya no va a haber niños de ojitos azules ni con el pelo rubio, ni con los dientes rubios, ni…Ni…Ante la andanada, asustado, un caballero se sintió en la necesidad de llamarle la atención (lo hizo en inglés, parece que era británico) pero a la señora del culo gordo le dio talmente igual y no hizo ademán ni de marcharse ni muchísimo menos de disculparse.
La que si lo hizo (o sea, irse) fue la protagonista de esta historia, llegados a Schwedenplataz. La amiga de mi lectora, antes de llevarse la alegría de perder de vista a aquel ser, le hizo una foto con el telefonino, la cual ha servido de material para que el autor pueda contar esta historia tan inaudita como verídica.
La joven madre quiere escribir a las líneas vienesas para que a las consabidas pegatinas (ancianos, invidentes, madres con niños, añadan también a los niños mismos) ¿Le harán caso?
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