Santi lo pasa mal

Hoy hablaremos de una cosa que, aunque no me pasa a mí, por lo visto le pasa a mucha gente. Para muestra…

29 de Agosto.- Los materiales para los artículos vienen a veces de donde uno menos se lo espera.

Estos días ha caido en mis manos un libro que escribió hace algún tiempo el primo de la hoy reina Letizia, David Rocasolano. Se llama „Adios, princesa“ pero podría haberse llamado „lo que el mayordomo vio por el ojo de la cerradura“. O sea, que uno se asoma a la intimidad extraña de la familia que ocupa la jefatura del Estado y descubre que es igual de extraña que la intimidad de una familia cualquiera de, pongamos, Vilanova i la Geltrú, únicamente que ellos tienen, encima, que aparentar que son una gente ejemplar (hasta que, claro, la perfección y la ejemplaridad saltan por los aires cuando el patriarca se lía con una mujer demasiado rubia que tiene la frente muy alta, la falda muy corta y la lengua muy larga, pero eso es otra cuestión).

El libro de Rocasolano está escrito desde el resentimiento y, en cualquier caso, aparte de conseguir lo contrario de lo que parece pretender (o sea, que el lector piense que la reina Letizia es una arpía) es interesante porque me ha traido a la memoria a cierto paisano, al que conocí hace algún tiempo, en uno de esos cafés que me tomo de vez en cuando con los lectores que me escriben.

Eran los últimos días del „invienno“. Nos encontramos enfrente del Thalia de Mariahilferstrasse, que es un sitio que es muy práctico para encontrarse, porque para que a uno le vean no hace falta que lleve un clavel reventón entre los dientes. Tras una breve deliberación, nos dirigimos al cercano café Ritter y nos sentamos dentro, que hacía relente.

Mi interlocutor me dijo que llevaba mucho tiempo en Viena y que hacía mucho también que compartía diversos artículos textiles (especialmente sábanas y manteles) con una aborígen de cuyo nombre no consigo acordarme, con la que había tenido tres niños como tres soles.

Durante la primera parte de nuestra entrevista, durante la cual yo le escuché (y le observé) atentamente, pude darme cuenta de que nuestro hombre, al que llamaremos Santi para que su identidad permanezca „en el economato“ era una persona a la que Dios, con tan buen humor como mala leche (que también Dios la tiene a veces) había dotado de un afán perfeccionista que había combinado con muy poca imaginación.

Tras media hora de que él me explicase lo integradísimo que estaba y lo nervioso que le ponía la gente que no hablaba alemán, a mí me empezó a entrar un poco de agobio, así que intenté descolocarle como pude a base de bromas truculentas. Lo conseguí solo a medias, porque al final, este al que llamaremos Santi, me contó una cosa que parece emparentarle con nuestra Reina (o, por lo menos, con el personaje caricaturesco que describe David Rocasolano).

Según el primo de nuestra soberana, al principio de casarse con el que hoy es el rey, la Reina Letizia vivía en un perpetuo alipori, sufriendo lo indecible ante la perspectiva de que sus familiares revelasen sus orígenes plebeyos cometiendo deslices imperdonables como sorber la sopa, decir „cocreta“ o darle sonoros besos a las duquesas en los dorsos de las enjoyadas manos.

Este Santi (!Pobre, pobre Santi!) me explicaba, muy colorado y con visible apuro, que él pasaba auténticos sofocos cuando su familia española venia a visitarle. Y no porque no les quisiera, ni porque, como los Borbón o los Rocasolano fueran una tropa de gente cada uno de son pére ou de sa mére, sino porque sentía una fobia casi física hacia el hecho de que no dominaran las reglas para comportarse en Austria (y, por lo tanto, pasar desapercibidos) y que hubiera que traducirles todo y llamarles la atención todo el rato para que no hablaran alto en los tranvías, o porque hablaran un inglés lleno de tropezones o porque no quisieran comer Leberknödelsuppe.

De modo que Santi, el pobre, muy a su pesar, respiraba con sumo alivio cuando su familia se montaba en el avión y se volvía a la bonita localidad catalana de la que eran originarios.

Todas las veces que les despedía en el aeropuerto, se hacía la promesa de que, la próxima vez, sería más paciente y todas las veces no tenía más remedio que romper la promesa que se había hecho, lo cual le provocaba una gran culpabilidad.

Me lo contaba a mí, me dijo, porque se veía por mis escritos que yo era un hombre comprensivo y buena gente, pero jamás se lo había confesado a nadie antes.

Al final, tras haberme abierto su víscera cardiaca, lo cual, se veía, le había costado lo suyo, me preguntó si a mí me pasaba lo mismo. Le dije que sí, aunque, naturalmente, es mentira. Pero me dio lastimica, y tampoco era cosa de que el hombre se fuera a casa con peor cuerpo del que ya tenía.

Uno, por los lectores, hace lo que haga falta.


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