Lavando a mano en Austria (1)

Una de las cosas menos sabidas es que hay muchos austriacos que viven del juego de muñeca de sus paisanos. Pasen y vean.

4 de Febrero.- Tradicionalmente, los españoles somos gente más bien acomplejada por nuestro país.

Quizá esto se deba a que, desde que empezó la cuesta abajo de nuestra pérdida de importancia en lo que suele llamarse „el concierto de las naciones“ (decadencia que tocó fondo con el franquismo, por cierto) hemos sido un país tirando a aislado, al que las modas llegaban tarde y generalmente traducidas y, en general, aquellas personas progresistas y/o ilustradas que querían mejorar la Patria (y las pocas que lo conseguían) tenían que pasar por una serie de heroicidades cuyo solo recuento les reservaba un puesto en el santoral (esto tenía la ventaja, claro, de que aquellos que rompían el caparazón inmundo de la ignorancia era porque tenían condiciones, pienso, por ejemplo, en Don Santiago Ramón y Cajal o en Don Fernando de los Ríos, por poner un par de ejemplos).

La clara conciencia de ser habitantes de un país atrasado, en una posición excéntrica con respecto a los lugares en donde se cortaba el bacalao hace, ya digo, que los españoles nos atengamos con demasiada frecuencia a aquella frase de Cánovas del Castillo, que dijo que „español es el que no puede ser otra cosa“. Otra consecuencia es que, en la mayoría de los casos de manera bastante injustificada, tengamos „el extranjero“ (y Austria, como parte de ese extranjero) sumamente mitificado.

Por ejemplo sexualmente hablando.

Los españoles pensamos (¿Pensábamos?) que, pasados los Pirineos, la vida era un jolgorio e, influidos por las películas de Alfredo Landa (el pobre), nos hacíamos una idea de que para la cama y sus alrededores lo verde empezaba a partir de Andorra. Hoy, en este artículo (que, como me he enrollado bastante en la introducción, tendrá un continuará) es probable que mis lectores aprendan que no, que los españoles, particularmente a partir de que palmó nuestro dictador, hemos sido, en lo tocante al sexo, muchísimo más retozones y tolerantes que nuestros compañeros europeos.

Cosa que también hoy se demuestra, por ejemplo, en la aceptación casi universal que tienen en España las nuevas formas de familia y los matrimonios que la ley santificó hace diez años. A nadie le sorprende ya que Alejandro Amenábar se tire los trastos a la cabeza con su marido (o, por lo menos, no le sorprende ni más ni menos que la tortuosa relación de David Bustamante con la que fue su mujer) y está perfecto que así sea, qué leche. Alejandro, si me lees, te deseo que hagas las paces con tu esposo lo antes posible.

Pero retrocedamos: nuestra historia empieza en Austria en los sombríos años cincuenta del siglo pasado.

En aquellos momentos, el país se encontraba sometido a unas tensiones tremendas, producto de la búsqueda de su identidad después del embrollo sangriento de la guerra. Los criptonazis, con mucho que temer todavía, se habían escondido entre las frondas de los nuevos partidos y se ponían de perfil para disimular las esvásticas. Los que habían colaborado con el régimen anterior (bien por convicción o bien por instinto elemental de conservación) hacían lo posible porque los niños no contaran delante de las visitas aventuras inconvenientes. Un denso merengue de catolicismo interminablemente carca cubría todas las manifestaciones públicas (en aquel momento, una gran mayoría del país se confesaba católica) y, por supuesto, las privadas. Traducido a la práctica: la virginidad (femenina) era un totem, las relaciones prematrimoniales un tabú, la anticoncepción un crimen (método Ojino al canto), el aborto un oficio de tinieblas en el que las pobres mujeres arriesgaban la vida en manos de carniceros sin escrúpulos, las mujeres y los hombres se sentaban separados en la Iglesia (eso lo he llegado a ver yo con estos ojitos) y los armarios unos sitios poblados de señores con bigotitos lineales y hambre atrasada de siglos que escuchaban discos rayados de Zarah Leander.

El Gobierno y la población vivían -aunque no se dijese- en una desconfianza mútua. Estaban frescos aún los tiempos de la guerra y los poderosos sabían que cuando la gente prueba que se puede hacer el mal y es posible que no pase nada (el mercado negro, la prostitución sudorosa y ácida del ama de casa con el soldado americano para quitarle el hambre a sus hijos) el cuerpo de la sociedad ya no es esa masa feliz de la riqueza, sino que se queda en un queso de Gruyere en donde maricón el último.

Para atajar esta situación, el Gobierno austriaco promulgó una ley llamada Pornografiegesetzt, o sea „Ley de la Pornografía“ en la que, como siempre sucede en estas cosas, se trataba oficialmente de „proteger a la juventud“. Literalmente :“Die Bekämpfung unzüchtiger Veröffentlichungen und den Schutz der Jugend gegen sittliche Gefährdung.” (La lucha contra publicaciones licenciosas y la protección de la Juventud contra el peligro moral) aunque oficiosamente la cosa se trataba de que el personal se estuviese muy quieto. Algunos párrafos de esta ley eran transcripciones literales de una ley de los tiempos de la emperatriz Maria Theresia (en España, por cierto, las leyes vigentes en la época se remontaban generalmente al siglo XIX, pero eran igual de rancias y del mismo agrado de los obispos). A pesar de que los tiempos han cambiado y de que la ley ha pasado por numerosas reformulaciones (incluyendo la escurridiza definición de „pornografía“).

En estas estábamos cuando llegó nuestro protagonista: Peter Janisch.

(Lo dicho: continuará)


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