Ellos piensan que tiene gracia escuchar un bocinazo cada treinta segundos, pero naturalmente, no saben lo que es bueno.
7 de Febrero.- Todos los que compartimos nuestras vidas con personas aborígenes hemos tenido ocasión de comprobar hasta qué punto los españoles, que tenemos tantas carencias en otras cosas, estamos entre los primeros productores de humor del mundo. Es más: si, con el patrocionio del putín de Putin, se instalaran “chisteductos” es probable que, solo con el humor que se produce un solo día en España, pudieran abastecerse todos los países (como este en el que vivimos) que sufren una enorme penuria al respecto.
Por ejemplo: todos los años, al llegar estas fechas, la ORF retransmite el Villacher Fasching, o sea, el carnaval de Villach, que es uno de los más famosos de Austria. En el carnaval de Villach se cuentan chistes. Cualquier lector podría pensar que se trata de una ocasión cómica o graciosa. El jolgorio. El despelote. Como decían nuestras madres, el disloque. Pues no. Cualquier español, acostumbrado a los refinamientos que producen nuestros cómicos, encontrará que el Villacher Fasching no consigue arrancarle ni una media sonrisa. De hecho, lo pretendidamente gracioso del Villacher Fasching es que sale una gente vestida de cosas (naturalmente son disfraces de tienda, sin gracia, de pirata o de princesa o de cosas así, que es como no ir disfrazado de nada). El presunto gracioso –generalmente aficionado- sale al escenario, generalmente también con un papel en el que lleva apuntadas las bromas (¡Con un papel!) bromas que duran en general lo que una frase y, para que el público sepa en dónde hay que reírse, después de cada broma (¡Después!) una banda de música presente da una especie de bocinazo. Este es el nivel.
Para cualquier persona que se haya reído con la comicidad genuina y popularísima de, pongamos, una Lina Morgan en estado de Gracia (la cual nunca necesitó de bocinazos) incluso cualquiera que, acostumbrado a lo más grueso, se ría con Los Morancos -que tienen su graica a ratos- o con el Gran Wyoming (que es, de entre los cuarenta y ocho millones de españoles, uno de los más torpes a la hora de hacer reír) encontrará en el Villacher Fasching y su bocinazo cada treinta segundos una incitación al asesinato en masa.
En España –y yo creo que no lo apreciamos en lo que vale- el humor, las ganas de hacer reir al prójimo, es algo que recorre transversalmente todas las capas de la sociedad y por lo que todos competimos con nuestras amistades, cosa que naturalmente lleva al perfeccionamiento. Por ejemplo: cuando llega al trabajo, un español no saluda. Si se tercia, además del saludo, hace una broma de Chiquito o ironiza con cualquier cliente pelma (¡La ironía, esa gran insuficiencia genética de los aborígenes! Merecería un post entero).
Todos mis lectores –diferencias individuales aparte- habrán quedado con sus amigos alguna vez “para echarse unas risas” o “para unas risas” (cosa más española que esa) y no solo eso, invadidos por esa fruición tan nuestra por encontrarle el lado divertido a la vida, se habrán también reído de cosas que para los austriacos son intocables. Tabú. Como la religión, o el sexo.
Dada nuestra historia reciente, los españoles hemos hecho chistes de las calamidades más grandes (qué mejor manera de sobrevivir a ellas). Toda nuestra buena literatura es inseparable de la risa (incluso de la risa triste, como El Quijote, pero en dramones tremendos, como en La Regenta, siempre hay un refinamiento cómico, sin el cual el español se diría que no puede vivir). E incluso dentro de algo que tuvo tan poca gracia como fue el régimen franquista, en su núcleo, creció una almendra irreverente, la revista La Codorniz (que era progresista aunque sus impulsores creyeran ser probos caballeros de derechas, porque el humor es siempre alternativo, porque es su esencia ver la realidad desde otros puntos de vista) en donde se publicaron chistes (los reales y los apócrifos) en los cuales, dadas las tremebundas condiciones de falta de libertad que reinaban entonces en España, se hizo un humor valiente y, sobre todo, supergracioso (heredero, naturalmente, de la edad de plata de la cultura española, que había florecido durante la República). Yo siempre cito el mismo ejemplo: un jeroglífico en donde hay tres tarros, puestos uno encima del otro y, coronando la torre, una rodaja de piña. La solución del jeroglífico era “Frasco! Frasco! Frasco! Y arriba es piña” (demostración de lo idiota que era el grito oficial copiado del fascismo europeo, el de “Franco! Franco! Franco! Arriba España”. En la España de Franco, de la Falange tradicionalista y de las Jons (no de Indiana, claro) había que tenerlos muy bien puestos para hacer un chiste así.
Una de las obras de teatro más representadas del teatro español, nuestro Otelo, nuestro Hamlet es, precisamente, una obra de morirse de risa: La Venganza de Don Mendo. Si eso no describe el carácter de un pueblo, que venga Dios.
Nuestro humor, nuestra manera de hacer chistes es refinadísima. Somos los reyes de la segunda intención. La especialidad del humor español, lo que nos hace realmente tan ocurrentes, tan únicos en el mundo, es un chiste que yo llamo dos y dos son cuatro, o sea, el chiste en tres tiempos, para el que los aborígenes están casi en su totalidad totalmente incapacitados. Cualquier español, sin embargo, está en condiciones de practicarlo desde que tiene diez años. Consiste en utilizar la ironía (2), para provocar en la mente del oyente una asociación (2) y conseguir la risa (4). Dejo a mis lectores que piensen en ejemplos, seguro que hoy han hecho más de uno y más de dos así.
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