Yo tengo una amiga, que es casi una hermana, que siempre dice que a mí no es que me pasen cosas fuera de lo común, es que las cuento muy bien.
28 de Marzo.- Cuando yo era joven y vivía en Madrid y, si alguien decía Viena, a mí solo se me ocurría decir „Capellanes“, una de las ventajas que tenía era que ese tipo de personas que hacen que nuestra vida merezca la pena me pillaban muy a mano.
De modo que con el paso de los años me fui haciendo con una buena colección de anécdotas relacionadas con famosos. Hoy, en nuestra llamada diaria, mientras paseaba por el andén de la Hauptbahnhof se las he estado contando a mi madre y nos hemos estado echando unas risas, porque yo tengo una amiga (que va a salir mucho en este post) que dice que a mí no es que me pasen cosas especiales (o no solo, claro) sino que tengo mucho arte contándolas.
Por ejemplo y entre muchas otras historias que darían para muchos posts: a mí, cuando Javier Bardem era para mucha gente solamente el hijo de Pilar Bardem y el sobrino de Juan Antonio ídem, una noche me puso un cuba libre (malísimo, por cierto, de garrafón) y estuvimos pegando la hebra un rato y tengo que confesar que el ganador del Oscar, ese monstruo sagrado que hoy es para muchos, es un tío muy salao (o lo era entonces, ahora, cualquiera sabe).
Yo, por cierto, sí que sabía quién era, porque le había visto ya en Jamón, Jamón y en Tacones Lejanos (esa es de nota, por cierto, saber que Javi Bardem sale ahí). Quién me hubiera dicho a mí que Javier Bardem sería alguna vez el remoto vínculo que nos uniese a Spielberg y a mí.
Esa misma noche, en el mismo sitio en donde Javier Bardem estaba sirviendo copas, cantó Alaska, esa mujer que debería presentarse a presidenta del Gobierno para ver si por fin España se arreglaba (y Bibiana Fernández de vicepresidenta).
Estaba yo aquella noche con la amiga mía del primer párrafo y con otro amigo mío y estaba Alaska cantando y nosotros dándolo todo, como es natural (!Qué lujazo, que a uno le cante Alaska!). En esto que Olvido Gara, que entonces tenía veinte años menos, terminó la copla, hizo una pausa y se levantó la falda. No llevaba nada debajo.
Nunca se termina de conocer completamente a las personas (aunque seas el padrino de su boda, como fue mi caso con este amigo) porque esa noche aprendí que Alaska había sido el sueño erótico de mi amigo desde siempre y nunca hubiera esperado ver aquella parte del cuerpo de la diva de la que ahora disfruta Mario Vaquerizo en régimen de exclusividad. Se nos quedó con un embeleso el pobre que hubo que ir a la barra a que Javier Bardem nos pusiera una dosis de elixir reanimador.
Y por fin llegamos en este recuento a uno de los mayores arrepentimientos de mi vida y el motivo de este post. Durante tres minutos, tres minutos eternos y preciosos, que recordaré siempre, estuve en el mismo sitio que Pedro Almodóvar. Vamos, codo a codo con él. Iba con la amiga mía que también le vio el chichi a Alaska (lo que pasa es que a ella le impresionó más bien poco, las cosas como son) y cruzábamos la Calle Alcalá. Creo recordar que íbamos al café del Círculo de Bellas Artes (bellísimo edificio, por cierto).
El semáforo se puso en ámbar y luego se cerró y Almodóvar, dicha amiga y yo nos quedamos esperando a que volviera a abrirse. Ella me miraba a mí y miraba a Almodóvar y luego a mí otra vez y luego a Almodóvar de nuevo. Y yo en un ay. ¿Le digo algo? ¿Me pongo a sus pies?¿Le canto una saeta? Almodóvar el pobre debe de estar hasta los huevos de que la gente le diga cosas, incluso de que se le ofrezca para que le saque en las películas o ser su amante bandido, así que dije: no, venga, va: pobrecito, que además tiene cara de cansadete. Y no le dije nada.
Luego, mucho más tarde, me vine a vivir a Viena y para mí Almodóvar y sus películas se convirtieron en España. En la parte de España que hace que la vida merezca la pena.
Austria, de hecho, sería perfecta si las porteras de los edificios dijeran que ellas son testigas de Jehová y que no pueden mentir y cantaran lo de „Me va, me va, me va, me va el sonido de las campanas del Juicio Final“.
O si en el Zeit Im Bild saliera Maria Barranco (¿Cómo se dirá Barranco en alemán?) diciendo que ella tenía un novio chiíta y que ella no podía volver a Salzburgo con esa papeleta, que bastante tenía ya su familia con que era modelo.
Austria sería el no va más si la gente hiciera gazpacho como debe ser (sin echarle Morfidal)
y si los taxistas turcos se tiñeran el pelo de rubio platino y, en vez de poner tecno, pusieran a toda pastilla la orquesta de Xavier Cugat.
Todo este artículo para decir que, ayer hizo treinta años del estreno de Mujeres Al Borde de un Ataque de Nervios. Título larguísimo que en alemán no tiene ni la mitad de gracia, por cierto.
Cuando la película se estrenó, yo tenía doce años y no se me pasaba por la imaginación que algún día llegaría a tener cuarenta y dos (cuando uno tiene doce años los cuarenta y dos son casi un imposible fisiológico) ni tampoco era concebible que terminaría viviendo en la capital de un país en donde dices „la muchacha tiene razón“ y poca gente sabe de qué estás hablando.
Almodóvar es grande. Muy grande. De hecho, sin Almodóvar y sin gente como él, quizá no hubiera sido posible que algunas de las anécdotas que he contado más arriba hubieran pasado, porque España no hubiera conseguido quitarse la roña inmunda de cuarenta años de dictadura pacata y beatona.
Me arrepentiré toda la vida de haber compartido tres minutos con él y no haberle dado las gracias por eso. Por todo. Por la panzada de llorar que me di con Todo Sobre Mi Madre. Por lo bien que me lo paso viendo Átame. Por Mujeres Al Borde de un Ataque de Nervios. Por Pepa. Por Candela. Por Raimunda. Ahora yo vivo en Viena y Almodóvar es una gran dama del cine español. Almodóvar es la más grande y el más grande. En uno. En todos. Ahora todo es imposible. Aunque mira: quién sabe si por suerte.
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