El timo más grande jamás contado (1)

En las distancias cortas es donde una colonia de hombre se la juega. Un general español se la jugó con un austriaco. Y perdió.

21 de Abril.- El talón de Aquiles más obvio al que se enfrentan las organizaciones piramidales, y eso incluye a los regímenes autoritarios, es que inevitablemente las cualidades o los defectos de quienes ocupan su cúspide „destiñen“ hacia abajo. Para bien o para mal.

Naturalmente, cuanto más piramidal es una estructura de poder más esfuerzo tiene que invertir en conseguir que, los que están en la parte baja de la pirámide, tengan una imagen lo más favorable posible del líder. Así pues, se llame así o no, todas las estructuras piramidales tienen un Ministerio de Propaganda, cuyo trabajo es convertir al „amado líder“ en eso: en un líder amado. Aunque para ello haya que mentir, porque, naturalmente, las cualidades que hacen falta para conquistar el poder y mantenerlo no son las mismas que a uno le convierten en un ser humano admirable.

Por ejemplo: de Francisco Franco Bahamonde, dictador español hasta 1975, se puede decir que fue un hombre que brujuleó con bastante pericia en ese bosque de intrigas en el que consiste la alta política en todas las épocas. Se puede decir eso y para de contar. Académicamente fue siempre muy justito y, como demostrará la historia que empezamos a contar hoy, debía de tener una idea bastante imprecisa de cómo funciona de verdad el mundo. No le atraían los dibujos intelectuales y no fue hombre de libros (gobernó sobre un país en el que los libros nunca han sido santo de la devoción de nadie, así que nadie lo echó demasiado de menos). Lo más profundo que leía eran novelas del oeste y le gustaban las películas de Lola Flores y de Carmen Sevilla. A pesar de todo esto y a base supongo de pasarse más de dos tercios de su vida escuchando discursos pesadísimos, consiguió con el tiempo dominar la granítica modalidad de prosa que los críticos han dado en llamar „falangista“. Por lo demás era bajito y como le gustaba comer bien, llegado su momento se transformó en un señor que no ofrecía digamos una estampa muy gallarda. Por si esto fuera poco, tenía una voz de pito, parece ser que debido a un defecto en el aparato fonador, detalle que, a pesar de los esfuerzos de los poetas a sueldo, no resultaba demasiado viril, sobre todo tratándose de un gobernante que utilizó todos los arreos retóricos del fascismo, incluida su fantasía del machote.

Con estos mimbres, el aparato de propaganda del ejército sublevado, al principio de la guerra civil, se las tuvo que apañar para crear la imagen de un líder victorioso.

La mayoría de los tópicos los copiaron de la Alemania de Hitler y, sobre todo, de la Italia de Mussolini. Por ejemplo aquel de „la lucecita de El Pardo“, eso de que Franco trabajaba incansablemente por el bien de los españoles incluso cuando los españoles dormían a pierna suelta (muertos de hambre, pero a pierna suelta) y la luz de su despacho no se apagaba nunca. Claro: en aquel momento no había internet. Si hubiera habido, los españoles se hubieran dado cuenta de que antes de que la factura de la luz de El Pardo fuera astronómica ya lo había sido la de la residencia oficial del Duce.

Quizá por los medios tecnológicos limitados de la época y quizá también por el convincente argumento de que al que se metía con el Jefe del Estado lo mataban o lo encarcelaban, Franco gozó de unos niveles de popularidad muy potables prácticamente durante los cuarenta años que duró su dictadura.

Naturalmente, como decía aquel eslogan publicitario, es en las distancias cortas en donde una colonia de hombre se la juega y, frente a un austriaco, Franco se la jugó. Y perdió. Le tomaron el pelo como a un chino.

Veamos: en Carintia, región de Austria en donde, como en Valencia, toda la vehemencia tiene su acomodo, cerca del Worthersee está la pedanía de Tschöran. Allí nació en 1889 Albert Elder von Villek. De los orígenes de von Villek se sabe poco, aparte de que pertenecía a una familia aristocrática (probablemente venida a menos) y que luchó en la primera guerra mundial. En algún momento de su vida von Villek debió de darse cuenta de que él tampoco era un hombre demasiado recomendable pero, a diferencia de lo que le sucedía a Franco, no tuvo que acudir a un Ministero de Propaganda para que le hiciera las relaciones públicas. Como veremos, se bastaba solito.

De alguna manera, este von Villek llegó a la España republicana (es probable que huyendo de algún estafado o de algún marido celoso o de las dos cosas a la vez). Allí le debieron de echar el guante las autoridades, presumiblemente por delitos comunes. Terminada la guerra civil, sin embargo, armado de su labia, de su aureola de ex preso en las cárceles de la República y, sobre todo, de su seductor acento austriaco, von Villek empezó a brujulear también por las altas esferas del nuevo poder español. Aunque en aquellos momentos Austria no estaba pasando por su mejor momento, a von Villek le debió de bastar una breve conversación con algunos de los jerifaltes franquistas (quién sabe si con el propio „funeralísimo“, como le llamaba Rafael Alberti) para darse cuenta inmediatamente que los nuevos mandamases españoles eran de ese tipo de persona que, cuando quieren decir avión dicen „uroplano“.

-Esta es „la meine“ -debió de pensar y, como veremos mañana, decidió aprovecharse, por un lado, de la grave necesidad que tenía cogidos a dichos mandamases por una parte de nuestra anatomía que los hombres tenemos en mucha estima y por otro del penoso grado de instrucción científica que siempre ha afligido a nuestra clase dirigente (y que no es mejor si uno mira más abajo de la clase dirigente, por desgracia).


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