En una institución vienesa, hartos de que el público se propase, han decidido pasar a la acción. El que avisa, no es traidor.
30 de Abril.- Cuando yo era chaval, mi única fuente de ingresos eran las clases particulares que daba (las di desde los catorce años hasta los treinta, y siempre pudo más la vocación docente que las perrillas que me ganaba). Dado que mi economía (ni la de mis amigos) era lo que se dice principesca y, además, teníamos buen apetito, como suele pasar con la gente que tiene revueltas las hormonas, solíamos pasarnos por un chiscón al que, cariñosamente (o no), la gente llamaba „el guarro“. El guarro en cuestión (en todos los pueblos de España debe de haber uno) era un señor sudoroso y no muy limpio al que un Dios despiadado había condenado a hacer unos bocadillos cuyos ingredientes principales eran una materia proteínica (difícil de identificar), toneladas de salsa industrial (rosa o mahonesa) y unos panes que hubieran matado de un soponcio a los defensores de la masa madre, pero que al hambre adolescente le sabían a gloria. Bendita, además. Cuando uno comía como una lima y pensaba que su aparato digestivo estaba blindado contra cualquier bacteria, los perritos calientes y los bocadillos del guarro eran un manjar de dioses.
Aquel forzado de la salsa rosa trabajaba para su hijo (naturalmente „el hijo del guarro“, pobre, qué cruz). Como un personaje de Edmundo d´Amicis, el padre se sacrificaba para que el hijo pudiera estudiar. Entre todos, en cuotas módicas de doscientas pesetas (algo menos de dos euros), le pagamos a aquel chico una carrera universitaria previsiblemente inútil. Luego, un día, nos encontramos cerrado el chiscón. Supusimos que al guarro a) le había dado algo y se le había parado la máquina de hacer bocatas o b) había hecho números y se había dado cuenta de que, con su saneado patrimonio, ya no le traía cuenta intentar taponarnos las arterias, había recogido sus bártulos y se había ido a las Islas Caimán a liquidar su empresa tapadera.
En aquel momento, no había trip advisor, ni cosas así, por lo cual el hombre no debía de saber el poco higiénico mote que tenía su local ni tampoco debió de tener nunca acceso a una opinión auténtica, sin paños calientes, a propósito de la calidad de las viandas que servía.
Es el caso contrario al de un local que está en el centro de esta bonita capital. La „Gräfin vom Naschmarkt“ (o sea, la condesa del Naschmarkt) es una institución. Mis lectores madrileños podrán sin duda comparar este local con la churrería de San Ginés o con las fábricas de bocatas de calamares de la Plaza Mayor, uno de cuyos encantos reside en que la última vez que los dueños le cambiaron el aceite a la freidora fue cuando el golpe de Estado de Tejero (23.02.1981). Es un restaurante, bar o así, que está abierto 22 horas diarias y, por lo mismo, refugio favorito de noctámbulos y de gente de esa que sale en las canciones de Joaquín Sabina.
Durante las 22 horas de funcionamiento está abierta la cocina, o sea, que si uno se quiere comer un filete con patatas a una hora tan intempestiva como las siete de la mañana, puede.
Desde el advenimiento de internet, la condesa del Naschmarkt está, como suele decirse en el ojo del huracán, porque sucede que le salen exigentes críticos entre su distinguida clientela. Este es un país en el que el personal, es conocido, tiende a ser de piel fina y a quejarse de casi todo. Antes lo hacían al salir del local. Ahora, lo hacen por internet.
Los dueños del bar en cuestión podrían callarse y no decir esta boca es mía, pero ante la magnitud de las críticas, que les pican mucho en su orgullo hostelero, han decidido pasar a la acción y, si el paisano se queja de X, los dueños de la Gräfin contraatacan.
Por ejemplo: a uno que se quejó de que no había comido un schnitzel más malo desde los remotos tiempos en que fue destetado por su madre, le dijeron que si tan malo estaba que por qué se lo había comido todo y además le dijeron que fuera a una escuela de modales, que era un guarro (tan guarro, como el señor que nos abastecía de bocadillos en la adolescencia).
A otro, que se quejó de que el local estaba lleno de cachivaches le dijeron que eso lo vio al primer vistazo cuando entró y que, si no le gustaba la decoración, que hubiera podido coger la puerta perfectamente y marcharse (a casa de su señora madre).
A un tercer parroquiano, que se quejó de que le hubieran cascado seis eurazos por una cerveza, no dudaron en asestarle un certero puñetazo dialéctico: si no puede usted permitirse una cerveza en un restaurante, váyase al Billa -famosa cadena de supermercados- y haga botellón en un parque. Y añadieron que nadie se quejaba del precio después de haber comprado en una tienda de Chanel.
Así se las gastan.
Los camareros vieneses son de todas formas, es vox populi, gente con la que hay que andarse con cuidado. Son quisquillosos y esquinados en muchos casos y para ellos el cliente no es el rey, sino que tiende más bien a felpudo. Y de lo de tener razón siempre, nasti. En muchos locales se podría colgar un cartel como el que había la bodega del Jaro, cuando yo era chico. „No enfadéis al jefe. Se enfada solo“.
Otro encanto de estas tierras.
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