Torre de Madrid

Las provincias (1/2)

Torre de MadridLos emigrantes vivimos muy bien, pero pagamos un precio. El lector verá entre hoy y mañana en qué moneda.

20 de Junio.- Lunes. Biblioteca del Instituto Cervantes de Viena. Felipe Blasco acaba de pronunciar una charla a propósito de la relación entre el teatro español reciente y la política. Ha sido amena e interesante de verdad. Informativa en extremo. Blasco atiende cortesmente a su público, y mientras tanto el bloguero observa y recuerda…

El dramaturgo Felipe Blasco y el autor de estas líneas, el lunes en el Instituto Cervantes de Viena (foto: Ángel Sánchez)

Siendo yo un estudiante, fui a una universidad que se preciaba de seguir la máxima orteguiana de que los claustros no debían servir para formar „bárbaros especializados“.

En parte por esto y en parte con el objetivo de aliviar un poco los metálicos tedios que me producían las asignaturas que han terminado por darme de comer, me buscaba otras que, si bien no engordan la nómina, sí que amueblan la cabeza con cosas que sirven para ensanchar el alma.

Así fue como terminé en uno de los cursos cuatrimestrales de Jorge Urrutia.

Solo puedo decir que, con la distancia que da el tiempo, las clases de Urrutia fueron de lo mejor que me pasó en una Universidad cuyas aulas estaban pobladas por animales presuntamente docentes que decían „de que“ e „Ingalaterra“ (un día, palabra, hice una cosa inaudita en mí y me levanté de una clase porque las burradas que decía el catedrático me parecieron ofensivas incluso a mí, que no soy una persona fácil de ofender).

Lamentablemente, y a pesar de que a mí me hubiera encantado que pasase lo contrario, Urrutia conservó siempre con servidor (y con el resto de sus alumnos) la distancia cortés que separa a personas que viven en dimensiones paralelas del espacio tiempo. La de él, eso por lo menos me parecía a mí, estaba llena de cosas interesantes, de un tesoro insondable de exposiciones de maestros de las vanguardias del siglo XX, de inauguraciones y cócteles en el Reina Sofía, de copas de vinos españoles anunciadas en el ABC, canapés de queso reseco (del que se hace bola) y conversaciones de esas que permiten hacer el „culturipollas“, como dice un amigo mío. En cuanto a mi dimensión, era la de un solitario minero de los libros, consciente de sus carencias y siempre bajo la oscura sospecha del diletantismo.

Tiempo después, cuando yo ya trabajaba, y mi relación académica con Urrutia era parte del pasado, le vi un día sentado en un velador del café del Círculo de Bellas Artes. Hubiera podido acercarme y agradecerle el placer intensísimo que me habían causado sus clases. Hubiera podido. Pero de pronto me pareció ridículo, porque al fin y al cabo Urrutia y yo vivíamos (vivimos) en dimensiones paralelas que no se tocarán nunca.

Mucho tiempo antes, siendo yo un adolescente, Francisco Umbral fue a mi instituto para entregar el modestísimo premio del certamen literario que el centro convocaba anualmente. No lo gané yo, por cierto, sino mi amiga Susana.

Umbral, un escritor bastante polvoriento hoy en día, pero muy famoso mientras vivió, era de esas personas que cubren la propia fragilidad personal con toneladas de mala educación. Y si era maleducado con los adultos, no lo era menos con los adolescentes. En aquella visita al instituto fue muy borde y se notaba que estaba deseando largarse (y cobrar, supongo, el estipendio que le pagara el Ministerio de Educación).

Puede ser que el relativo olvido en el que hoy yace Umbral se deba a que, sobre todo durante la última parte de su vida, fue un escritor profesional en el peor sentido de la palabra, de modo que cayó sobre él la maldición con la que las musas castigan a los autores avaros y es la de hacer que sus artículos le caducasen al día siguiente de haberlos escrito (líbranos, Señor). La mayoría de los artículos de Umbral, leidos hoy, resultan tan añejos y remotos como si fueran crónicas de la guerra de la independencia.

Cuando Umbral estuvo en mi instituto me dediqué a observarle de lejos y me di cuenta, aún entonces, de que era un hombre muy amargado. El típico vecino que hace el mal a otros intentando sacarse la espina del mal propio.

El lunes me enteré de que Jorge Urrutia era el hijo del poeta Leopoldo de Luis. Leyendo el artículo del periódico por el cual me enteré, ilustrado con fotos, no me fue nada difícil reconocer en mi recuerdo del rostro de Urrutia lo que podríamos llamar la huella genética de su padre. También me enteré de que Leopoldo de Luis y Umbral eran hermanos de padre (una de esas historias que fueron tan abundantes en la España de la posguerra) aunque nunca hablaron del asunto, sospecho que porque a Umbral le daba mucha vergüenza todo aquel asunto y porque prefería para sí el mito de haber aparecido en este mundo sin concurso de varón.

Por lo tanto, Jorge Urrutia y Paco Umbral, dos hombres que me causaron una honda impresión en aquella mañana de mi vida, eran tío y sobrino (parece ser que Urrutia y Umbral tuvieron al final una relación bastante amigable y que mi catedrático le dedicó a su tío sendos estudios académicos).

Un saludo, un apretón de manos, interrumpe estos recuerdos. Palabras de circunstancias, de fondo, la huella de una melancolía que al haberse convertido en parte del paisaje casi no se advierte…Hasta que se manifiesta.


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