La conclusión del post de hoy quizá le haga llevarse la mano a la entrepierna a más de uno y a más de dos. Queridas lectoras: un corte por lo sano solo funciona…Con los gatos.
15 de Agosto.- Yo tengo un amigo que tiene Facebook pero no lo usa (bueno, eso cree él, porque Facebook nos usa a todos) y no lo usa porque dice que le da la sensación de que mucha gente está en Facebook no para aportar, sino para espiar la vida de los otros. Mi amigo, que es muy celoso de su intimidad, no se fía de aquellas miradas que se posan en sus posts, juzgan, pero luego no sueltan prenda de esos juicios.
Cabría decirle a mi amigo que si en Facebook, como en la vida, uno tuviera que dar su opinión a propósito de las cosas que le chinchan de lo que dice el prójimo, no acabaría nunca y, sin duda, el efecto sería que su popularidad entre sus contemporáneos bajaría drásticamente.
En la red social por excelencia, como en la vida, hay veces que uno lee cosas que le hacen querer tirarse de los pelos (del pecho) pero también comprende que, como dice mi abuela, vino un barco cargado de gustos y cada cual escogió el suyo.
Lo mejor es tomarse ciertos inconvenientes de la convivencia digital con humor.
Toda esta larga introducción porque el otro día leí un post de esos que menudean últimamente. Era un post feminista (o quería serlo).
De entre las muchas variedades de posts feministas que últimamente han florecido, era de esos en los que un hombre se autoflagela ¿Y por qué se autoflagelaba este caballero padre, para más señas, de una vástaga que será, sin duda, la alegría de su tercera edad? – se preguntará el curioso lector- Pues dicho caballero se autoflagelaba porque, de forma implícita, compartía la opinión de un cierto sector de feministas, que piensan que la pura testosterona, el hecho mismo de ser hombre, ya supone una cierta tara, un factor que implica una maldad inevitable e intrínseca en el varón, un elemento peligroso que no se puede eliminar, y por ello necesita ser contenido, rehabilitado, una parte animal de la que, por muy culto, por muy civilizado que sea el hombre, no podrá librarse nunca, porque, macho al fin y al cabo, en los testículos lleva esa máquina de producir testosterona, esa hormona insidiosa que le trastorna la razón y le hace ser malvado con el otro cincuenta por ciento de la especie. El fifty que produce progesterona. Naturalmente, la progesterona no tiene estos efectos en la mente de la mujer, sino que la vuelve pacífica, sabia, cooperativa y le enciende el interruptor que la pone en contacto con la pachamama.
El caballero, mesándose (internáuticamente, claro) los cabellos decía que él estaba convencido de que, en algún momento de su vida, su hija se encontraría con uno de esos indivíduos a los que el vulgo llama igual que al macho cabrío ¿Qué culpa tengo yo, hija mía? -se lamentaba- ¿Cómo podré defenderte de la testosterona desatada? ¿Qué destino cruel se ha abatido sobre la especie humana que tiene una mitad, precisamente la masculina, a la que tu padre no tiene más remedio que pertenecer, que es irredimible, cuya maldad es incurable y contumaz?
Las feministas que formaban su cibernético público trataban de consolarle, de apoyarle, de enjugar su llanto. Un poco a lo Mariano Rajoy, las cosas como son. „Sé fuerte, hombre, sé fuerte, que ya verás como tu hija, teniéndote a ti de ejemplo, un hombre que lo mismo plancha un huevo que fríe una corbata, que siempre utiliza lenguaje inclusivo, sabrá distinguir entre los hombres que son como pumas en celo y los que han dejado de obedecer a su pito“.
En fin. Que uno se echó unas risas pero que, como es educado, no dijo que toda aquella pamema le parecía ridícula y beata, por no liarla, claro.
Y sin embargo, dados ciertos acontecimientos que se han dado en mi hogar en las últimas semanas, uno no ha tenido más remedio que admitir que eso de que la testosterona es, en los mamíferos, más fuente de problemas que otra cosa, quizá sea también una cierta verdad.
Algunos de mis lectores quizá recuerden que, hace unas semanas, empezó a visitar mi jardín un gatillo atigrado.
Al principio, se quedaba en un vano que da a un descampado contíguo a mi jardín, pero después, según fue viendo que en mi casa no somos xenófobos, se fue aventurando más.
En el post en el que conté esto, contaba también que mis dos gatos, Mathilde y Stanislaus, no estaban demasiado contentos con la llegada del visitante. Al final del post dejaba yo en el aire la pregunta de si alguna vez volvería a reinar la paz y la concordia gatuna en mi hogar y si Gato (a.k.a. Thimoteus) podría adaptarse lo suficiente para no tener que pasar un cuarto invierno a salto de mata ( según el veterinario que le ha castrado, ya ha pasado tres).
Tras la castración y, como si siguiera punto por punto un manual feminista „a la mode“, Gato (a.k.a.) Thimoteus ha cambiado de carácter. Hasta cierto punto, por lo menos, que ya es algo. Sigue teniendo bastante claro que el jardín es su territorio, mientras que la casa se ha quedado para Mathilde y Stanislaus, pero digamos que, cuando ve a Mathilde y a Stanislaus, les tolera y no intenta darles una muerte sarracena. En cuanto a Mathilde y a Stanislaus, digamos que ya se han empezado a acostumbrar a eso de que „tú y yo somos tres“ y los tres gatos ya pueden salir al jardín sin que aquello se convierta en una ensalada de bufidos.
Está claro que hay una relación causa-efecto entre el descenso de hormona gatuna masculina en la sangre de Thimoteus y la civilización que ha empezado a reinar en sus relaciones con los otros dos gatos. Así que, a lo mejor (por lo menos con los gatos) quizá las feministas tengan razón.
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