Uno no se da cuenta de lo cansado que está hasta que coge vacaciones.
13 de Septiembre.- Uno no se da cuenta de lo cansado que está hasta que coge vacaciones. Esta semana, he decidido cogerme dos días libres del trabajo para estar en casa. Vacaciones, cuando uno tiene una casa en el campo, significa cambiar una labor por otra. La oficina de todos los días por el jardín, por ejemplo. Mientras estaba arrancando las malas hierbas me ha llegado la noticia de que la abuela de unos amigos había muerto hace dos días, de la manera en que todos quisiéramos morir. Se fue a la cama y se durmió para no volver a despertar.
Como el entierro ha sido hoy, me he acercado a la capilla que hay entre la iglesia parroquial y el cementerio, en donde ha sido la misa de cuerpo presente -en donde quizá sea la mía también, dentro espero de muchos años- para darle mis condolencias a la familia.
Ha hecho hoy un día precioso de finales de verano y uno, mientras esperaba, arrullado por los rezos de las mujeres (hay una mujer a la que, supongo, la iglesia le paga para que haga esto) se ha visto invadido por una ternura de una procedencia desconocida. Poco a poco, iban llegando los amigos y conocidos de la difunta. Avanzaban (avanzábamos) por el pasillo central de la capilla, en donde estaba puesto en unas andas el ataúd. En Austria es costumbre que, junto al ataúd, haya un hisopo con agua bendita. Se moja el hisopo y se hace una cruz sobre el ataúd y luego, se acerca uno a la familia. Se da la mano a la fila de los congregados y se les da el pésame (Mein Beileid, es la fórmula) y uno luego deja sitio a los siguientes.
A uno le ha enternecido, ya digo, ver a los que iban llegando. A los labradores con sus vaqueros negros y sus camisas de tergal de manga corta (alguno, ya sesentón, con un pendiente en la oreja). A las señoras, permanentadas y teñidas las más humildes, gastadas por el trabajo, pulcras en su ropa de domingo, con sus pendientes de perlita. De vez en cuando se juntaban tres o cuatro delante del cartel puesto a la entrada, con su foto de estudio de la muerta y comentaban esto y lo otro:
-Sí, mujer, el marido trabajaba en el banco, aquí solo es el responso. El entierro es en Bad Ischl.
Y pensaba yo, ya digo, en qué pasará cuando a mí me toque el turno y, una hora antes de depositarme en donde sea, dentro de, pongamos, cincuenta años, diga la gente:
-Sí, hombre, este es el español que vivía en la casa de tal y tantos. Ya al final ni salía, pero le mandaron un robot de compañía de la seguridad social para que hiciera las cosas de la casa y le diera conversación. Dicen que escribía pero claro, como escribía en español, a saber lo que ponía. Lo mismo nos ponía a todos verdes, ya sabes que de estos extranjeros no te puedes fiar…No, si majo parecía majo. Lo único ese acento, que ya ves tú, tantos años viviendo aquí y se lo podía haber quitado. Le pasó lo que a todos, en cuanto se fueron muriendo los cuatro que conocía, cayó él también. En fin, voy a entrar a dar el pésame.
Como conocía a la difunta nada más que de verla en las bodas y los bautizos, no me he quedado al entierro. Justo cuando me iba, avanzaba el párroco entre los hombres que echaban un cigarro en la explanada frente a la capilla, agobiado. De fondo, se oía la voz de la que rezaba pidiéndole al Señor que nos librase de las llamas del infierno.
Amén.
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