Todos nosotros hemos pasado ratos de frustración con este personaje misterioso. Siempre presente en la vida de todos los inmigrantes.
18 de Septiembre.- Me escribe un amable lector contándome una experiencia por la que todos hemos pasado alguna vez.
Esta persona lleva aquí ya un tiempo, o sea que ya ha pasado por ese proceso de subidas y bajadas, de euforias y tristezas, que toda emigración garantiza. Mi corresponsal habla alemán bien, pero me dice que, a pesar de eso, no termina de llevarse bien con «el otro », como él dice.
Desarrollo el argumento : según mi corresponsal, y yo pienso también que es así, cuando uno viene a vivir a un país que no es el suyo y, sobre todo, a una lengua que no es la suya, empieza a crecer a tu lado „el otro“. Es una persona que se llama como tú, que tiene tu mismo aspecto, que va a los mismos sitios que tú y todo lo demás, pero que habla muchísimo peor que tú. « El otro » te suplanta en presencia de los aborígenes y tú tienes solamente un cierto control sobre sus actuaciones. Se da la circunstancia de que « el otro » es el que modela en muchos sentidos la opinión que tienen de ti los demás en el país de adopción.
Esta persona que me escribe (cuyo nombre mantendremos, como siempre, en el piadoso economato) se lleva cada vez peor con su otro, porque piensa que él es mucho mejor que lo que su otro le hace parecer. Es más, le pone bastante nervioso cuando su otro, por ejemplo, se embrolla en conversaciones que son fáciles para cualquier adulto, o no le sale una palabra, o le da patadas al diccionario (para mis lectores más jóvenes, patadas al Leo).
Esto, naturalmente, no le pasa a mi corresponsal cuando está él en presencia de hablantes que entiendan su lengua materna. En su lengua materna, el hablante no solo puede hacer gala de una cultura conseguida en duros años de estudios universitarios y en lecturas amasadas desde que, en el colegio, le mandaron El Lazarillo.
Mi corresponsal está un poquito hasta los dídimos de tener que perdonarle al otro el que haga parecer un primo tonto de sí mismo.
Su sentido de la justicia le dice, además, que el juego está muy descompensado y que, probablemente, los aborígenes a) no entienden su situación y b) no pueden sospechar siquiera que esa persona medio monguer que se hace un lío para intentar defender su postura con un poco de dignidad es, en su lengua materna, una ser alfabetizado. Un ser que no dice « cocreta » ni « almóndigas » en una palabra.
Bueno, en dos.
También le parece a esta persona que su « otro » es una enorme cortapisa en sus perspectivas laborales y que eso del techo de cristal al que tenemos que enfrentarnos los inmigrantes –quien lo probó, lo sabe- es en realidad una mentira como un piano de gorda.
Que el techo no es de cristal, sino que es de hormigón armado. Y todo, dice él, por culpa del otro. De ese otro que se empecina en hablar como si le faltara un verano.
Todos hemos sentido alguna vez esta frustración, pero la verdad es que la única manera de vencerla es intentando educar al «otro » en lo posible y tratar de parlamentar en lo posible con él para mejorar nuestra relación con esa persona de la que nunca podremos huir porque la tenemos en nuestra propia piel.
También hay que intentar que « el otro » nos ayude.
A veces, tendemos a subestimar a los aborígenes, y nos acomplejamos por cosas que, en realidad, a ellos o bien les dan igual o incluso les hacen hasta gracia (nosotros tenemos la suerte de ser extranjeros que caemos simpáticos, ya sea en la versión peninsular o bien en la latinoamericana).
Nosotros, o sea, nuestro « otro » puede decir en alemán muchas cosas a las que los aborígenes no se atreven. No es un superpoder para tomárselo a la ligera. Usarlo, a veces, puede llegar a ser muy divertido.
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