Luigi Luccheni, el asesino que quería ser popular

En septiembre, hace ciento veinte años, hizo una mañana muy agradable en las cercanías del lago Ginebra, en Suiza.

Una mañana de septiembre, hace cientodiecinueve años años, hizo una mañana muy agradable en las cercanías del lago Ginebra, en Suiza. Cerca del hotel Beau Rivage, un hombre, que ha pasado a la historia por su nombre italiano, a pesar de ser francés, está esperando pacientemente. En la pila le pusieron Louis, pero pasará a la Historia como Luigi, un punto de extravagancia en una existencia que parecía estar destinada a ser devorada por el sumidero del tiempo sin dejar más huella que, quizá, alguna fotografía de verbena que algún curioso pudiera comprar, décadas más tarde, en un mercadillo.

En las imágenes que han llegado hasta nosotros, Luigi o Louis Lucheni mira a la cámara con la astucia de esos seres que son mitad personas y mitad animales del bosque, con los ojos entrecerrados, como sopesando al contrario. Paco Umbral decía que los pobres siempre tienen frío y Luccheni hace honor a tal afirmación, al presentarse (involuntariamente, es una foto policial) ante el objetivo del fotógrafo con más telas que una cebolla. Un jersey, una chaqueta y, por encima, una americana. Escondido en uno de los bolsillos de la americana, Lucheni lleva un punzón. En realidad es un trozo de alambre grueso que ha estado afilando y al que ha dotado de un tosco mango. Su proyecto es matar a la emperatriz de Austria la cual, muerta en vida, pero ajena a que va a recibir pronto el golpe de gracia, vagabundea con su dama de compañía de hotel en hotel, de lujo decadente en lujo decadente, vacía, sin amor (en primer lugar sin amor por ella misma) quizá clamando inconscientemente por el final de su tortura.

¿Quién es Luigi Lucheni? Él dice que es un anarquista pero ¿Lo es? Aunque durante los interrogatorios policiales él dice que sí, lo cierto es que tiene unos conocimientos teóricos sobre el significado del anarquismo bastante justitos. Nunca ha estado en contacto con ningún movimiento de ese signo ni con otros que profesen su ideología. En realidad, Lucheni nunca ha experimentado ningún sentimiento de pertenencia a nada. Porque nunca ha pertenecido a nada ni a nadie. Nacido en París, criado en un orfanato, ha pasado la niñez de familia de acogida en familia de acogida, en donde le han tenido recogido a cambio de que trabajase por la cama y la comida. Desde los diez años se ha dedicado a picar piedra y a la construcción.

Luego, „ficha“ por el ejército italiano el cual, al igual que a Hitler más tarde, estructura su vida. Se enrola en la campaña de Abisinia, en donde es condecorado e, incluso, se gana el respeto de sus superiores. Sin embargo, probablemente Lucheni fuera de esas personas a las que una infancia desestructurada les impide confraternizar con sus semejantes, empatizar, trenzar lazos afectivos duraderos. Quizá el notar que le faltaba ese „algo“ era lo que hacía que sus compañeros de filas se riesen de él y le humillasen. Tanto, como para que Lucheni decidiera dejar el ejército.

La vuelta a la vida civil supuso también una caida social y Lucheni se hundió en la pobreza más absoluta. Fue rebotando de tugurio en tugurio, de agujero en agujero, de lumpen en lumpen hasta que llegó a Suiza. Fue allí donde, al contemplar su arrastrada vida y ver la vida que llevaban los ricos de este mundo (de aquel mundo), Lucheni empezó a desarrollar un odio sordo por las clases acomodadas, a las que vio como parásitos que explotaban a los pobres.

El día 10 de septiembre de 1898, doce años antes de su propia muerte, Lucheni salió al encuentro de la emperatriz Elisabeth, una mujer hermosa, amarga y medio loca al que todo el mundo identifica con la imagen de otra mujer hermosa, amarga y tampoco muy en sus cabales, Romy Schneider, y le clavó un estilete en el pecho, con tan mala suerte que la punta penetró por entre dos de las ballenas del corsé -cosa nada fácil porque los corsés entonces eran auténticas armaduras- y le causó a la bávara una herida en el pericardio la cual, a su vez, le provocó una hemorragia interna de la que moriría finalmente.

A las tres menos diez de la tarde, de ese día de hace 119 años, la emperatriz Elisabeth murió y poco después Lucheni fue detenido. Confesó su crimen sin ningún problema y, a pesar de haber sido condenado a cadena perpétua (en Suiza la pena de muerte estaba prácticamente abolida) Lucheni pidió que le ejecutaran, quizá como una última manera de obtener la atención pública que, a la postre, era lo único que parecía interesarle.

No lo consiguió y, doce años después de poner fin a la vida de la emperatriz, a cuyo nombre su nombre iría unido para siempre, Luigi Lucheni puso fin a su propia vida, colgándose en la celda de la cárcel con un cinturón. Tenía 37 años.


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