Amor

El amor en domingo: una investigación personal

AmorEn una ciudad como esta, y en un domingo de primavera como este, empieza una nueva serie de Viena Directo: el blog para lectores como usted.

(Si te apetece escuchar el texto, no tienes más que darle a play en el vídeo; y si no, puedes leer cómodamente)

24 de Marzo.- En la vida de cualquier persona inteligente hay dos descubrimientos fundamentales: el primero, el de la vida interior o sea: la certeza de que existe dentro de todos nosotros un espacio , el de la conciencia, el de esa conversación larga con nosotros mismos que dura hasta el mismo momento en el que se extingue la razón, en donde podemos ser absolutamente libres y expresarnos exactamente como somos.

Si el ser humano tiene un patrimonio auténtico, algo que nadie puede arrebatarle, un reino en donde solo cada uno de nosotros puede reinar, es ese.

El segundo descubrimiento es el de la importancia de aquellas cosas que no se hacen obedeciendo a una utilidad o a una obligación, sino porque hay un impulso dentro de nosotros que nos dicta que debemos hacerlas.

En estos ámbitos reside la forma más benéfica de la rebeldía, la que nos impulsa, de un lado, a formarnos un criterio propio y razonado sobre las cosas -dialogar con uno mismo, es la clave de la razón- y, por otro, a actuar impulsados por el placer que nos produce hacer las cosas de forma inevitable, acudiendo a la llamada de un destino a cuyo cumplimiento nos entregamos de una forma risueña, altruista, sin que de verdad nos importe nada más.

En estas dos regiones de nuestra realidad, a mi juicio, es en donde se desarrolla una de las partes más importantes de la vida humana, pero también una de las más ocultas, precisamente porque, en la mayoría de los casos, se trata de una experiencia auténticamente privada y, por lo mismo intransmisible y misteriosa. Solemos llamarla, convencionalmente, rehenes de un territorio, el del lenguaje, que nos obliga tercamente a aceptar los límites que nos impone, amor.

En el proceso de reflexión previo a empezar a escribir estas l´neas, me he dado cuenta de que, durane na gran parte de los cuarenta y cuatro años que, de momento, abarca mi biografía, el amor ha sido para mí una realidad que se ha desarrollado en una zona de mi vida que solo podría calificar de íntima, entendiendo por intimidad ese carmen recóndito al que llega solamente ese monólogo partido en el que consiste la corriente de pensamiento a la que llamamos conciencia.

Sé perfectamente que, siendo yo un hombre eminentemente amoroso, que ha practicado y practica con mucho gusto, como una de mis aficiones más constantes, la tarea de amar, los demás han tenido, en la mayor parte de las ocasiones, solo un tímido vislumbre de lo mucho que el amor ha significado y significa para mí.

De manera que yo, que me definiría sobre todo como un ser denodadamente, decididamente, ineluctablemente amoroso, que ha practicado y practica con mucho gusto el amor en todas sus modalidades, del cariño a la pasión, pasando por la amistad entrañable o las formas más nobles de la compasión -eso que solemos llamar empatía- he permanecido y permanezco aún, como la mayoría de los hombres y de las mujeres que me acompañan en el viaje por la vida, oculto en este aspecto, escondido sin tener motivo para estarlo.

Cosa todavía más estúpida si se considera que yo, como la mayoría de los hombres y las mujeres que han vivido al mismo tiempo que yo, o los que me precedieron o vendrán después de mí, por amor a personas y lugares he tomado decisiones sin las cuales no se puede entender el curso de mi vida.

Por otro lado, un motivo personal, que quizá desvelaré en su momento, pero que tampoco es necesario conocer para comprender (y espero disfrutar) lo que seguirá, me lleva hoy a empezar estas páginas dominicales, en las que intentaré hablar del amor desde el punto de vista del aficionado -en el sentido más noble que tiene la palabra, repito: el de aquel que hace las cosas por el puro gusto de hacerlas- y también tratando de despojar al amor y a sus accidentes de cualquier tipo de cursilería convencional -aún teniendo en cuenta que yo de serie, como todo el mundo, traigo una cierta cantidad de cursilería-; en cualquier caso, despojando a lo que dija de todo lo que pudiera acercarlo a lo bonito y alejarlo de lo que en realidad me ha impulsado a coger el bolígrafo: la descripción exacta de cómo veo yo una de las partes más bellas de mi existencia como ser humano.


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