Todos menos él

Hay destinos que parecen hechos para una tragedia griega y quizá el peor es no darse cuenta de lo que todo el mundo menos tú ve.

19 de Abril.- Uno de los episodios más divertidos de la Transición fue el momento en el que Adolfo Suárez fue nombrado por el rey Juan Carlos presidente del Gobierno. Suárez era, en aquel momento, un hombre joven, con un curriculum más bien magro (en todos los sentidos) y sin muchos amigos en el entramado del despótico poder franquista. Compitiendo por el puesto, estaba también Jose María de Areilza, conde de Motrico, destacado monárquico y un hombre refinado, casi tan inteligente como convencido de su propia idoneidad para el puesto.

Tiempo después de sucedidos los acontecimientos de que hablo, Jose Maria de Areilza publicó sus diarios de aquel momento y resulta curioso que, mientras que el narrador se ve cada vez más en la silla que más tarde ocupó Suárez, el lector, con la misma información (bueno, alguna más, porque sabe lo que pasó) saca exactamente la conclusión contraria. O sea, que todo el mundo tenía más probabilidades que el conde para ser elegido.

En estos días, el ex vicecanciller Mitterlehner ha publicado un libro de memorias que ha presentado ante la prensa, dando una rueda de ídem hablando con una franqueza inusual en los acolchados salones vieneses en donde se parte el Kabeljau.

Mitterlehner se retiró –lo retiraron- hace dos años, pero el proceso que condujo a su retiro debió de ser tan brutal, le debió de acuchillar tan en lo más hondo, debió de laminar hasta tal punto su vanidad de macho alfa (en el buen sentido de la expresión macho alfa), que aún le duele. Mucho. Quizá el libro, como suele suceder en estos casos, sea una parte de su proceso curativo.

En el libro Mitterlehner explica lo que cualquier persona que leyera los periódicos en Austria y observara las imágenes y las fotos, podía entender sin necesidad de mayores explicaciones, pero que a Mitterlehner, como al conde de Motrico, se le escapaba : alguien, en la trastienda del poder, había decidido sin consultarle que él, Reinhold Mitterlehner, era el candidato descartado.

De lo siguiente no tengo pruebas, ni las habrá nunca, me temo, pero puesto que la naturaleza humana es bastante parecida en todas las épocas, creo que la cosa debió de ser más o menos así. La persona o personas que, pacientemente, fabricaron la figura pública del canciller Kurz y que, entretanto, adiestraron a Sebastian Kurz persona para convertirle en un canciller plausible (que no dijera « cocreta » delante de Angela Merkel, por ejemplo), debieron de darse cuenta, en la recta final del último gobierno Kern/Mitterlehner, de que los tiempos estaban maduros para efectuar la sustitución.

El obstáculo para realizar esta operación resultaba obvio. Mitterlehner, apodado Django ocupaba el sillón deseado y presentaba dos inconvenientes: por un lado, una tendencia marcadísima al “Motriquismo”, que le llevaba a ser demasiado consciente de su propia importancia y por otra, el no interpretar correctamente los signos que le llegaban de todas partes de que tenía que ir levantando el campo. Al mismo tiempo, Mitterlehner estaba pasando por una grave crisis personal (una hija suya se estaba muriendo de cáncer). Demasiado incluso para John Wayne.

Al mismo tiempo, la persona o personas que convirtieron a Kurz en lo que es hoy, eran conscientes de que Mitterlehner tenía un indudable tirón mediático. Su fama de honesto, de íntegro, de hombre sin doblez, era muy telegénica (aunque las orejas de Sebastian Kurz, a aquellas alturas, pusieran como una moto a una gran parte del electorado conservador) así que tampoco convenía desperdiciar su potencial. De manera que el primer intento sería (fue) que Mitterlehner se marchara de forma voluntaria, no sin antes hacer el trabajo sucio de deshacer la coalición y convocar las elecciones que Kurz después ganó. Le ofrecieron, por la vía de Kurz, al que Mitterlehner veía como un aspirante, una especie de becario del conservadurismo, a cambio de sus servicios un cargo de su elección, el de presidente del parlamento, por ejemplo. Y se negó y a cambio, ingenuo de él (lo cuenta en el libro) le ofreció a Kurz ser el cabeza del partido hasta 2018 y luego, en 2018, le ofreció a Kurz sentarse con él a deliberar quién « estaba mejor posicionado » para ser el cabeza de lista conservador.

Pobre Mitterlehner. Cuando quienes teledirigían a Kurz -y le teledirigen aún, aunque cada día menos- se dieron cuenta de que Mitterlehner no iba a atender a razones y no se iba a marchar de manera voluntaria, se puso en marcha una guerra interna sorda y crudelísima para que, del mismo modo que un meteorito que entra en la atmósfera terrestre, la figura pública de Mitterlehner se quemase en el momento de dinamitar la coalición que sostenía al último gobierno Kern. No faltó ni el ultimatum de Kurz (naturalmente, de fogueo, porque todo el mundo -menos Mitterlehner- sabía que la guerra estaba decidida desde el principio). Si yo estoy en lo cierto, un hombre como Mitterlehner, de la pasta de la que parece estar hecho Mitterlehner, no tenía armas para defenderse de algo así. Más que nada porque era incapaz de concebir que él fuera merecedor de un trato así. Enterró a su hija y se fue a su casa a lamerse las heridas. Mientras tanto, escribió un libro.

Para contarse a sí mismo todo lo que los demás ya sabíamos.


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