La lección

Desde que Europa empezó a vivir una celebración, España ha recorrido un camino del que es justo que los españoles se sientan muy, pero que muy orgullosos.

23 de Agosto.- A la caida de la tarde, el viajero echó a andar por las calles que fueron el escenario de su infancia y de su juventud. Casi cada rincón tiene enganchado algún recuerdo. La mayoría de las veces, cosas mínimas, retazos de conversación de los que, está seguro, nadie más que él se acuerda.

La ciudad en la que vivía ha cambiado mucho en los últimos veinte años y al viajero le gusta imaginársela como un palimpsesto, rascado y vuelto a escribir. En donde estaba la panadería en la que su abuela le compraba colines cuando era niño, ahora hay una frutería de colorido tropical. También la gente ha cambiado. Ahora hay más tonos de piel y hay más acentos. Al viajero, la verdad, le gusta. Y le parece que, en comparación con la discreta sociedad austriaca, la sociedad española es muy dinámica y está más viva.

Va pensando todas estas cosas cuando pasa por delante de un parque. Unos críos de la edad de su sobrina (sobre los doce) están hablando entre ellos. Son dos chicas y un chico. Llaman a un tercero para que vaya con ellos a algún sitio, a un chavalín que por lo visto se llama Oscar. Se conoce que es algo relacionado con esos primeros amoríos que están a la puerta de la adolescencia. De pronto, una de las chicas dice:

-No, no le llames, que no va a venir. Que Oscar es gay.

El viajero pone la antena, porque no hay en el adjetivo gay ninguna carga ni negativa ni positiva. Ninguna tensión. Los chavales desaparecen detrás de una esquina y el viajero se admira de que con doce o trece años todo el mundo tenga las cosas tan claras y a nadie le parezca extraño.

Poco más tarde, llega a casa de sus padres. Mientras cenan, miran en la tele un programa que se llama First Dates (si el viajero no se equivoca, es un formato comprado a la RTL, factoría centroeropea especializada en cosas concebidas para que la neurona no trabaje mucho). En el programa en cuestión, junto a personas heterosexuales que buscan pareja hay unas chicas que dicen sin mayor problema que son bisexuales y un chaval, con el pelo teñido de morado que dice (textualmente) que es hetero pero „con un espolvoreado de gay“. Ideal, vaya. A la chica con la que le emparejan no parece venirle mal esta descripción de su futuro novio (es más: terminan explorándose mutuamente las amígdalas en un beso con lengua eterno). Las muchachas bisexuales comentan las ventajas de las ostras frente a los caracoles, con la mayor normalidad. En todo caso, con una normalidad que en Austria, hoy por hoy, es inédita.

En uno de los anuncios con los que la televisión en abierto pone a prueba la paciencia del público, se escenifica una boda.

El juez le hace a la novia la pregunta de rigor:

-¿Quieres a Borja como legítimo esposo?

Y ella, después de recapacitar dice:

-No, a mí la que me gusta es su hermana.

Por supuesto, dado que ningún creativo publicitario osaría relacionar el producto que vende con un valor negativo o que no sea universalmente compartido por los consumidores, deduce el viajero que (a Dios gracias) los españoles ven la homosexualidad (femenina en este caso) como una cosa muy normal y, en todo caso, que no plantea mayores problemas.

Viniendo de un universo publicitario (el austriaco, en este caso) poblado de amas de casa que hacen el desayuno para sus niños y para un marido que las deja fregando en la cocina mientras se van a la oficina (o sea, el paleolítico), la naturalidad que reina en España resulta sumamente refrescante y, en cualquier caso, muy deseable.

Natualmente, como la Historia de España ha demostrado, ningún avance es irreversible. Sin embargo, al viajero le parece que, aunque las nuevas opciones políticas que han aparecido lo intentasen, incluso si consiguieran derogar según qué leyes (leyes que al viajero le parecen, obviamente, fenomenal) sería muy difícil, en el estado actual de las opiniones, convencer a la población, a esos chicos que están entrando en la adolescencia, al público que compra unos friegasuelos y no otros o a los que se presentan en los programas de televisión buscando novio/a, que lo que ha dejado de ser importante lo es (por no hablar de ciertas nociones estúpidas de moralidad o inmoralidad relacionadas con estos asuntos).

Desde que Europa empezó a vivir aquella celebración, a principios de este siglo, España le ha dado una lección a Europa y se la da todos los días. Para muy bien. De tolerancia, de respeto, de naturalidad. Es un motivo para que los españoles se sientan (nos sintamos) muy orgullosos.

A ver si aprenden otros.


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