Destrozados, hundidos

Austria no gana para disgustos, una conmoción en la Alta Cultura nos tiene a todos deshechos. Qué vamos a hacer ahora.

18 de Septiembre.- El mundo de la alta cultura austriaca ha sufrido en estos días una conmoción de la que tardará tiempo en recuperarse. Tenemos todos los pelos de gallina, no se puede decir más.

Uno de los artistas más respetados ha anunciado que se separa de su novia. Después de seis años.

Una tragedia, sin duda, porque Andreas Gabalier y la que hasta ahora era la señora de sus pensamientos, Silvia Schneider, eran el dique sólido, la garantía que nos protegía de tanta inmoralidad asquerosa, de tanto hombre vestido de mujer con barba (aberración que confunde a los niños y escandaliza a los viejos), de tanta invasión de ideologías que pretenden socavar la familia natural, la única salida de la mente inmarcesible del Creador, la que de verdad mola, la genuina, la auténtica.

Esa familia compuesta de ese padre « metío pa dentro », sufrido, pero que es como los aguacates del Billa, o sea, duro por fuera, pero dentro tierno, con su corazoncito ; la de esa madre, que se pone ese dirndl recatado pero que muestra ese canalillo (reservado al esposo, eso sí) que es el imán de cualquier hombre que sienta en su alma el grito de la testosterona (comprenderá el lector que hay que excusar que los varones tengamos el alma en sitios necesarios para la perpetuación de la especie).

Esa mujer que no le roba la primacía a su marido, que es una profesional que siempre permanece en un discreto segundo plano, maternal, ángel bondadoso de su casa, que si él dice que lo negro es blanco, ella dice también lo mismo. Esa mujer que si él quiere irse por ahí a tomarse unas cervezas con sus amigos, incluso algunos licores espirituosos de más graduación, pues le dice que venga, que vale, y se sacrifica. Esa mujer que comprende, en suma, que un hombre tiene sus necesidades.

Y por último, esos críos, componentes también fundamentales de la familia concebida por la divinidad, probada por la Santa Tradición. Esos críos que mientras viven bajo el techo de esos padres hacen lo que esos padres quieren, exactamente. Esos críos concebidos solamente después del paso de los progenitores por una iglesia o, en su defecto, capilla, esposos ante el mundo, ante Dios y ante su Iglesia. O también, por qué no, concebidos por voluntad de Dios tras fallo del método Ogino.

Porque, naturalmente, a pesar de tener 34 años uno y 37, tanto Andreas Gabalier como Silvia Schneider se han mantenido fuertes frente a la tentación, a pesar de que cuando ella le veía mover el « monimeiker » con sus « lederjosen » y él la veía a ella pasarse una margarita inocentemente por el canalillo ( !Cómo nos tientan las hembras, Dios del Sinaí, espejo de la traidora Eva !) las chispas saltaban entre los dos.

Pero no.

Seis años de relación y, como manda la Santa Madre Iglesia, no se han tocado ni un pelo de la ropa ( !No hablemos de otras zonas, también pilosas, de sus cuerpos !).

Su separación nos deja huérfanos de ejemplos. En quién se va a fijar la juventud sana ahora.

Las razones de la ruptura no han sido que citando a los albañiles simpáticos que tanto nos alegran las obras, que sus culitos de ellos pasaran más hambre que el perro de un ciego, no. No hija, no ha sido eso. Porque afirmarlo, si hubiera sido verdad, hubiera sido dudar de su Fe. Duda poco menos que sacrílega.

Gabalier y Schneider han roto porque, según Gabalier, la pareja no pasaba el suficiente tiempo (de calidad) junta. Hasta en eso han querido darnos una lección. Y es que, mientrás él se provocaba nódulos en las cuerdas vocales a base de ejem, cantar en esos conciertos que nunca han estado libres de su pullita política, porque él es un hombre que defiende el estilo de vida cristiano y occidental, que habla con naturalidad lo mismo de su virginidad mantenida con tanto esfuerzo (no lo digo yo, Gabalier ha repetido muchas veces que él sin cura no pasa por el tálamo), que de su Fe, que es también la nuestra, su santa moría de asco en su casa (seguramente mientras bordaba las sábanas su ajuar).

Y luego, cuando él llegaba de los conciertos, agotado las más de las veces, no tenía tiempo ni ganas de jugar con ella al parchís o al Tragabolas (únicos pasatiempos permitidos a una pareja casta), sino que prefería irse con sus amigotes, de juerga, dedicarse a sus jobis, a sus deportes, a impedir la islamización de Europa y la difusión de tanto orgullo gay y tanta cosa que repugna a las personas decentes.

Primero lo de Strache en Ibiza y ahora esto. No ganamos para disgustos.


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