Huevos de oro

Ayer se desarrolló en Viena una lucha entre un hombre que tiene mucho que ganar y unos hombres que tienen todo que perder.

25 de Noviembre.- La gente me mira con cara rara cuando digo que Strache, el antiguo jefe de la ultraderecha austriaca, me parece un personaje apasionante. Si yo tuviese talento, no dudaría en lanzarme a escribir su biografía, porque en estos tiempos de follogüers y follogüars escasea la gente auténticamente devorada por una pasión. Strache es un personaje de novelón decimonónico. Un hombre para el que la política, entendida como él la entiende, es todo. Lo único que sabe hacer. Lo único por lo que vive.

Cuando le echaron del partido que él había modelado durante décadas a su imagen y semejanza, a Strache le cortaron el hilo que le unía con la vida. Porque para Strache los votantes, el público, esa masa difusa de caras, esa amalgama de gente que le ha vitoreado en directo y por Facebook son la clave de su autoestima. Son el amor que necesita para vivir. Dentro de Strache, como dentro del alma de las folklóricas y de ese tipo de actores de teatro que viven para los escenarios, debe de hacer mucho frío, un frío helador, inmune a os consuelos de los que gozamos los demás. Un frío que hace que tanto Strache como las folklóricas, como los actores de teatro que viven para la escena hagan los sacrificios que consideren necesarios para estar con « su » público. Sin piedad para sí mismos, sin consideración al amor propio o a la vergüenza.

El sábado, víspera de unas elecciones amarguísimas en las que la ultraderecha ha sufrido una derrota muy honda, las regionales de Estiria, Strache se presentó en una manifestación convocada por un público que le estaba esperando con los brazos abiertos. Se trataba de los hosteleros que todavía luchan a brazo partido porque se derogue la prohibición de fumar (son los representantes de ese « bei uns es war immer so » o sea, de esa parte del alma austriaca que es incapaz de asimilar que no porque algo se haya hecho desde los tiempos de Cromagnon ese algo está bien). Las imagenes difundidas por la televisión muestran que Strache estaba en su salsa. Emocionado, casi lloroso. Las taberneras se le acercaban y le pedían autógrafos. Los tabereros le apretaban las manos, le palmeaban la espalda. Strache, aunque visiblemente envejecido, no cabía en sí de gozo.

Miraba alternativamente a sus admiradores (sin darse cuenta de que la gente tiende a acercarse espontaneamente a todo el que haya salido alguna vez en la televisión) y luego a las cámaras, porque él SABÍA que en algún sitio, en casa de Hofer, en casa de Kickl, en casa de Vilimsky, esas imagenes se iban a ver. Y como Norma Desmond en El Crepúsculo de los Dioses, Strache decía con los ojos « me queréis apartar de MI público, pero con lo conseguiréis porque me quieren, me quieren a mí, con un amor sólido, sin fisuras, un amor que me calienta del frío de ser yo ».

Al día siguiente, ayer, decíamos, el FPÖ sufrió una amarga derrota en Estiria. Muy amarga. Tan amarga que los comunistas del KPÖ obtuvieron más votos que la ultraderecha. Solo en el pueblo del candidato ultraderechista, un minúsculo puntito en la inmensidad, ganó la ultraderecha.

Y entonces Strache, incapaz de soportarlo más, con el desprecio del amor propio que caracteriza a quienes necesitan algo como una droga (en el caso de Strache es la política, la brega con el oponente, el roce –casi la promiscuidad- con el público) Strache se ofreció. Se ofreció a volver para capitanear, junto con su mujer Philippa, el FPÖ de Viena. Pidió que le levantasen la suspensión de pertenencia al partido, pidió que le readmitieran, pidió una oportunidad.

Y, para disfrute de todos los que observamos esta guerra desde la barrera, del mismo modo que en la antigua Grecia los espectadores observaban las tragedias de Esquilo, Strache ha recibido solo desprecio. Un desprecio sordo. Altivo. Un desprecio que se alimenta de la conciencia exacta de que, quienes le desprecian, necesitan a Strache, porque tiene un don que no se compra ni se vende, que no depende de la inteligencia, ni de la honradez. Un don que anida en un hermano, pero esquiva a otro hijo de la misma madre. Saben que si él, el chico de oro, estuviera ahí, de nuevo, de cabeza de cartel, todo sería mucho más fácil, pero entonces ellos tendrían que bajar la cabeza, darle esa última victoria, que es tanto como reconocer su error. Y no quieren, se están resistiendo con todos los medios que el rencor pone a su alcance.

Si cederán al final o no es una pregunta que nos hacemos todos. Solo el tiempo lo dirá.

Qué gran material para una novela.


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