Espérame en Cracovia, vida mía (6)

CAPÍTULO 6

Auschwitz-Birkenau

Quizá por la cantidad de « colgaos » que hay por el planeta, no puedes ir al antiguo campo de concentración de Auschwitz, ni a su ampliación posterior, Birkenau, sin acreditar tu identidad.

Cuando uno reserva la visita tiene que llevar obligatoriamente carné o pasaporte. Con estos documentos y los compobantes de nuestra reserva debidamente a la vista, mi amiga y yo nos apostamos en lo que, por lo que parecía, era el punto de encuentro de nuestro tour.

Al objeto de evitarle a los lectores eventuales chascos, en el caso de que quieran emprender un viaje semejante, les explico que en Cracovia funcionan de una manera muy curiosa. Hay un marca general (con una página web) que se llama get your guide. Sin embargo, bajo esta marca paraguas funcionan otras empresas, de manera que hará bien el lector en verificar bien el punto de encuentro y la empresa que le ha vendido la visita, al objeto de no pasar frío a lo tonto modorro.

Por suerte, el 13 de Febrero amaneció un día soleado.

Mientras llegaba nuestro bus, yo jugaba a intentar averiguar las motivaciones de la gente que esperaba emprender la marcha hacia Auswitz.

Había muchas, por supuesto, muchas personas jóvenes (de hecho, Cracovia está llena de personas jóvenes, quizá porque hasta allí vuelan las líneas aéreas baratas o porque es un objetivo predilecto del interrail) y Auschwitz, aunque parezca un poco frívolo decirlo, es una de las industrias locales, al haber convertido los polacos el antiguo campo de concentración en una atracción turística.

Había también personas de una cierta edad en quienes se podía reconocer cierta avidez por las emociones fuertes. Gente con suficiente experiencia de la vida como para haberse dado cuenta ya de que nadie es inmortal y, por lo tanto, gente con edad suficiente como para poder apreciar mejor las horribles condiciones en las que los reclusos vivían en el campo de concentración, despojados no solo de los bienes materiales más elementales, sino también de cualquier tipo de dignidad o bienestar emocional.

La minoría, según a mí se me alcanzaba, era la gente que unía, al deber de ver la meca del horror por lo menos una vez en la vida, la curiosidad histórica.

Los autobuses llegaban y se bajaba de ellos un guía displicente que iba cantando los nombres de los turistas que habían comprado una visita en inglés o en italiano.

La gente se iba acercando con sus « vouchers », tímidamente, y al fin subían al autobús. Era un poco una imitación benigna de las horribles escenas de los cuarenta y eso, de alguna manera, creaba en el ambiente cierta electricidad, que se transmitía a los que esperaban.

Como la confusión era grande, mi amiga y yo no cesábamos de preguntar si nos tenían en las listas. Al final, resultó (ver párrafos anteriores) que la empresa con la que habíamos concertado nuestro tour no era la de los autobuses de las masas, sino una que ofrecía unos coquetos minibuses con una veintena de plazas, minibuses que estaba aparcados a pocos pasos de donde habíamos estado esperando.

Los nazis plantaron su campo de concentración a una hora y media en coche de Cracovia, aprovechando unos antiguos cuarteles del ejército polaco contruidos cerca de un pueblo y de una fábrica de la IG Farben. Una localización de lo más práctica si quieres tener obreros en condiciones de esclavitud, como es evidente.

La IG Farben, por cierto, a pesar de su nombre, era la empresa que fabricaba entre otras cosas el siniestro Zyklon B, un producto que los nazis utilizaban para asesinar personas pero que en realidad fue concebido originalmente como un insecticida. La IG Farben en la que también trabajaron obreros españoles, también fabricaba productos químicos para la casa Agfa, productora de equipos fotográficos que aún sigue funcionando.

Auschwitz-1

Mientras el minibús recorría los suburbios de Cracovia primero y más tarde se alejaba de la ciudad en dirección a Auschwitz, nuestra guía, una muchacha joven y rubia, gordita y dulce, probablemente nacida con el siglo, nos puso un documental antiguo en el que se relataban las atrocidades cometidas por los nazis en el campo de concentración.

Si hubiera unas olimpiadas del mal, probablemente el equipo de cabrones e hijos de puta de Auschwitz estaría en lo más alto del palmarés. El vocabulario se agota para calificar aquellas barbaridades. En Auschwitz, por ejemplo, perpetró sus « experimentos » el siniestro doctor Mengele. Un tipo que, a pesar de ser médico, pensaba que podía cambiar el color de los ojos con productos químicos. Como un gourmet de la perversidad, Mengele seleccionaba gemelos para sus sevicias. Le inoculaba a un hermano un agente infeccioso, por ejemplo y luego, cuando moría, asesinaba al superviviente para comparar y así ver los efectos de la enfermedad.

Auschwitz-2

Como el volumen al que estaba puesto el documental era casi inaudible (y casi mejor) yo me concentré en intentar sacar conclusiones del apacible paisaje polaco que desfilaba por las ventanillas.

Una cinta sin fin de pueblecitos pegados a la carretera, desfile interrumpido a veces por tupidos bosques de apariencia geométrica y obvio plantado artificial.

En cada pueblo la presencia de alguna forma altiva de una iglesia que dominaba todas las edificaciones. Era siempre el edificio más nuevo, el más alto, el más limpio, el mejor pintado. Imagenes religiosas en cada esquina. Vírgenes tendiendo las manos acogedoramente con la mirada perdida de quien no está del todo a lo que quetiene que estar. Figuras de plástico del corazón de Jesús. Flores artificiales formando collares hawaianos alrededor del cuello de los San Juanes Nepomucenos colocados en los cruces de caminos. Tractores. Tiendas de comestibles. Pueblo chico infierno grande. Calles desiertas salvo por campesinos viejos que, en grupos al lado de la carretera serpenteante, veían la vida pasar.

Auschwitz-3

El minibús nos dejó en un lugar con aspecto de ser lo que quedaba de un supermercado abandondo en Chernobyl. Antes de bajarnos, la guía nos repitió que otra de las reglas es que no se puede entrar a Auschwitz con ningún bolso mayor que un DIN A-4. La bolsa de mi cámara, que es un poquito más grande, quedaba pues automáticamente descartada (después, naturalmente, me lo expliqué : en la interminable procesión de turistas arrastrando los pies que abarrota el complejo durante el horario de visita, cualquier bolsa grande podría entorpecer la marcha y provocar un accidente). Me colgué la cámara al cuello y me metí las lentes (un gran angular y un tele) en el bolsillo y, al hacerlo, no pude evitar pensar que a los judíos se les obligaba a viajar tan solo con lo que pudieran cargar.

Cuando ya estábamos en el aparcamiento, nos explicaron el programa.

En primer lugar, visita a Auschwitz. Para lo cual tendríamos una hora y media. Después diez minutos de pausa. Pasados estos, el bus nos llevaría a Birkenau (un trayecto corto). Allí pasaríamos otra hora y media.

Del aparcamiento, y tras cruzar la carretera, pasamos a una extensión llana y arbolada, que de alguna manera recordaba a la entrada de un polideportivo o algún campo de fútbol de segunda. Los diferentes grupos que iban llegando en autobuses iban guardando cola para pasar por el escáner de seguridad. Como en una fábrica o en un colegio, unos entraban, otros salían. Uno intentaba rastrear los sentimientos de los que habían abandonado aquel cascarón vacío del infierno. Sin conseguirlo. Algunos, encendían un cigarro. Muchos, hablaban entre ellos, se reían, hacían chistes ¿Qué nos esperaría ?

Entre la gente que esperaba detecté entonces una presencia hecha de líneas rectas. En el último capítulo de esta historia sabrá el lector quién era.


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