Espérame en Cracovia, vida mía (y 7)

CAPÍTULO 7

Las flores del mal

Uno podría pensar que, después de milenios de evolución, se nos ha atrofiado el instinto, que es en realidad una manera de llamar a todas esas sensaciones que se imprimen en nosotros pero que no sabemos verbalizar. Y, sin embargo, todos tenemos la experiencia de darnos cuenta, en décimas de segundo, que una persona no quiere nuestro bien o que pasa algo extraño con ella y que nos conviene estar bien alerta, por lo que pueda pasar.

Como fotógrafo, estoy acostumbrado a barrer de manera inconsciente lo que tengo alrededor, sobre todo si tengo la cámara colgada al cuello, como era el caso en Auschwitz.

Mientras estaba esperando a que nos dieran la señal para pasar por el escáner de seguridad, parecido al de un aeropuerto, que había a la entrada, detecté una presencia inquietante, hecha de líneas rectas. Curiosamente, la percibí de abajo hacia arriba. Unos botines amorfos y de apariencia ortopédica, dos piernas rectas, enfundadas en medias negras y tupidas. Una falda gris sin vuelo ni gracia. Un abrigo recto negro, de aspecto funcional. Una cara de expresión dura y desabrida. La nariz amorfa. Unas facciones indecisamente hombrunas. Un gorro de lana tapando el pelo. Al principio pensé que era una persona que iba en nuestro autocar y a la que yo no había visto (mi amiga y yo, como recordará el lector, habíamos llegado tarde), incluso tuve un destello de piedad, porque me pareció que el motivo de llevar el gorro era por los efectos de alguna quimioterapia. Pronto, sin embargo, algo dentro de mí se dijo que lo mejor que me podía pasar era mantenerme lo más lejos posible de aquella persona. Y más cuando descubrí que sería ella la que nos guiaría a través del antiguo campo de concentración.

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Tras pasar el registro, recogimos unos auriculares y un chisme transmisor que nos colgamos al cuello. La guía nos congregó a su alrededor e hizo una prueba de sonido. De una manera cortante, parecida a un ladrido, le reprochó a una señora su lentitud a la hora de ponerse los auriculares. Luego, nos explicó que había sitios en el campo en donde no estaba permitido « bajo ninguna circunstancia » hacer fotos. Nos explicó que debíamos mantener en todo momento la compostura y el respeto porque estábamos « en uno de los lugares más dramáticos de la tierra » (esto lo repitió ciento cincuenta veces por lo menos a lo largo de las cinco horas siguientes). Como si fueramos a ir a un lugar amenazador, nos encareció que no nos separásemos del grupo por nada en el mundo y nos recordó que estaba prohibidísimo fotografiarla, grabarla a ella o grabar lo que decía (una idea que no se nos hubiera ocurrido ni remotamente, porque dudo que ni siquiera sus familiares más próximos hubieran querido conservar ninguna imagen de aquella górgona). Después nos dijo que todo lo que iba a explicar lo iba a explicar muy claro, dando a entender que si, a pesar de todo, eramos tan sumamente retrasados como para tener preguntas que hacerle, las contestaría con gusto.

Dicho esto, echó a andar hacia la famosa puerta en donde el sarcástico lema « Arbeit macht frei » (el trabajo os hará libres) se ha hecho el equivalente contemporáneo del frontispicio del infierno de Dante, en donde ponía « Lasciati ogni speranza ».

Tras prasar bajo aquel arco ominoso uno se encontraba en un ordenado conjunto de edificaciones de ladrillo, de dos plantas. Barracones que, en el momento de su construcción (presumiblemente poco después de la primera guerra mundial) estarían destinados a alojar a una tropa más o menos ruidosa de reclutas. Entre los barracones, el suelo de tierra estaba sin asfaltar y recordaba de alguna manera al primer colegio al que yo fui de niño.

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A cada barracón se entraba por una única puerta a la que se accedía por una escalerilla de ladrillo. Dentro, el suelo era de terrazo. Del mismo terrazo que es tan corriente en Centroeuropa. Los peldaños de las escaleras que subían a pisos superiores o que bajaban a los sótanos tenebrosos, estaban gastados, como si una corriente de agua hubiera rodado por ellos durante siglos interminables. Los guías, en diferentes idiomas, iban pastoreando a una masa enorme de personas, de todas las edades, que andaban por aquellos lugares en donde el horror había tenido su emporio, pero que ahora eran un cascarón vacío en donde reinaba un cierto ambiente escolar y en donde era muy difícil, salvo en muy pocos casos, que el corazón se conmoviese.

En esta habitación (hoy tan limpia, recién pintada, con paneles explicativos y fotos gigantes pegadas a las paredes) dormían tantos cientos de personas en pleno invierno, sobre el frío. En este lugar se torturaba (y uno pasaba por un pasillo largo, en un sótano lóbrego, pero no muy distinto de los sótanos que hay a miles en las casas antiguas de Viena, sótanos con puertas de mandera sin desbastar, mugrientas).

-!No se puede hacer fotos !!Usted ! Qué está haciendo.

La guía interrumpía la salmodia de su texto, puntuado cada tres frases con un yes ? Irritante, machacón y pernicioso. Y se dirigía violenta a la persona que había sacado un móvil para mirar un whatsapp o para hacer una foto robada en aquel lugar que ni siquiera era suficientemente feo como para arrancar repulsa del corazón. Quizá, pensaba uno, era esa la última victoria demoníaca de los nazis. El hacer aquel horror inconcebible, blanco, infinito, como un muro que se levantase delante de uno y al que no se le viera ni el principio ni el final.

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Paradójicamente, solo los objetos personales de los infortunados que habían dejado su vida en aquel lugar conseguían traer hasta el presente su grito mudo de espanto. Miles de pares de zapatos de mujer, toneladas de ellos. Zapatos en los que se veían las huellas del uso y que hacían que delante de uno se levantase el fantasma de la mujer que, en alguna mañana de sábado del siglo pasado, se había detenido delante de un escaparate de alguna ciudad de Hungría o de Grecia, y había decidido que se pondría guapa para su marido, para su novio, o para sí misma. Unos zapatos con cuña, bordados primorosamente. Uno se imaginaba la suave línea de los gemelos, la pierna estilizada de una muchacha joven.

En otra habitación, dosmil kilos de pelo humano, con el que los nazis fabricaban tejidos y alfombras. Prótesis para personas minusválidas. Piernas de madera. Corsés para enderzar la postura. Ropita de niño, en algunos casos planchada todavía. Zapatitos de criaturas que nunca supieron lo que era el primer amor o el disgusto de tener un jefe pesado y mediocre.

Solo entonces podía el alma sobrevolar la endurecida salmodia de las cifras disparadas inmisericordemente por la guía para comprender un poco, a escala humana, lo que había supuesto Auschwitz para la Humanidad. Era una evidencia muy pálida, muy lejana, desgastada, como los peldaños de las escaleras, por miles de horas de televisión, por miles de películas sentimentales que, involuntariamente, embellecían toda aquella fealdad, de que el mal es, ante todo y sobre todo, apestoso, cutre, mediocre, estrecho, primitivo, rudimentario. Más allá de la muerte, más allá de los horrores, del sadismo, de las torturas, quizá el crimen peor era el haber despojado a aquellas personas que habían muerto allí de todo lo que las hacía humanas. Convirtiéndolas en guarismos, en siluetas recortadas torpemente en un papel. Groseramente.

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Caminando por aquellos parajes uno se enfrenta a la enorme paradoja de que Auschitz se enfrenta a la paradoja a la que también se enfrenta Prjpiat, la ciudad asesinada por la central nuclear de Chernobyl. El mismo intento de luchar contra el olvido, la misma obcecación de recordar una y otra vez aquellas cosas, nos han hecho acostumbrarnos a lo siniestro, construir un relato asumible que ha ido matando poco a poco el filo de aquellas cosas que deberían mordernos la carne. Embrutecidos, embotados, hemos terminado por aceptar el mal.

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