Hitler en Viena (1)

Si, tirando del hilo, hubiera que llegar hasta la causa primera de que Adolf Hitler terminase en Viena, habría que retroceder hasta una tarde de invierno de principios del siglo XX.

Para mi primo N.

30 de Mayo.- Hoy es sábado, 3 de Enero de 1903. Alois Hitler es un funcionario de aduanas jubilado, de sesenta y seis años.

Hace una tarde de perros mientras se dirige, tratando de no resbalar en el suelo congelado, hacia la fonda Wiesinger, en Leonding, cerca de Linz, a donde le gusta ir por las tardes a tomarse un par de chatos de Grüner Weltliner con otros parroquianos.

Hitler senior tiene la cara congestionada de los bebedores contumaces y un bigote lacio de león marino. Sin embargo, goza de la confianza y aún del respeto de sus conciudadanos de Leonding, porque es un hombre de carácter, hecho a sí mismo.

De instrucción más bien escasa, Alois ha conseguido llegar profesionalmente a la cúspide de sus posibilidades.

Mucho más lejos, en cualquier caso, de lo que nunca nadie hubiera podido sospechar en la aldea de Döllersheim (hoy abandonada) en donde nació: un puesto en los escalones más bajos del funcionariado imperial.

Tratándose del hijo de padre desconocido de una muchacha de familia de granjeros pobres (Anna Maria Schickelgruber) resulta un salto social que da para sentirse bastante orgulloso.

Alois Hitler cuando tenía, más o menos, cincuenta años (foto Wikipedia)

Mientras camina hacia la fonda Alois Hitler va acordándose de su hijo Adolf, que tiene 13 años en estos momentos (cumplirá catorce el día 21 de Abril) el cual es un haragán redomado. Ni las buenas palabras (poco frecuentes) ni las palizas (casi diarias) han conseguido que demuestre más aplicación en el colegio.

-!Servus, Herr Hitler! -le saluda una vecina.

-Servus, Prosit neu Jahr, Frau Stenzl -contesta Alois, inclinando graciosamente la cabeza, como ha visto hacer en Viena y hunde de nuevo la nariz en el cuello de un gabán de paño, algo rígido, de corte conservador, hecho para durar cien años.

No tiene una opinión especialmente buena sobre la Frau Stenzl, pero es una viuda rica que siempre se sienta en la primera fila en la iglesia y hay que mantener las apariencias.

Cuando entra en la fonda, los parroquianos saludan a Alois Hitler.

Él hace inclinaciones de cabeza a derecha e izquierda, como corresponde. Los parroquianos no lo saben, naturalmente, pero se están despidiendo de él.

La dieta grasa (sabrosos trozos de tocino, schnitzels cocinados con manteca de cerdo, Kaisersmarren, codillos de costra crujiente) y el alcohol diario (además del vino, un par de chupitos de schnaps que ayudan a coger mejor el sueño) han favorecido la formación de un trombo que, en unos pocos momentos, llegará a una de las carótidas del que será el padre del dictador más famoso de todos los tiempos.

Se podría incluso decir que este trombo, en último extremo, cambiará la Historia de la Humanidad.

Probablemente, si hubiera llegado a saberlo, Alois Hitler se hubiera sentido orgulloso de lo alto que su hijo iba a llegar en la vida. Asombrado, qué duda cabe, porque piensa con razón que Adolf es terco como una mula, de no muchas entendederas y, además, le ha dado por el arte. Pero el destino no le dará ocasión.

Mientras aspira el humo del tabaco que enturbia la atmósfera del local, Alois se quita el gabán y lo deja en el perchero. Se sienta en su mesa de siempre. Mientras, el trombo, lentamente, empieza a cortarle el riego sanguíneo al cerebro.

La mujer del dueño de la fonda, Walburga, que ya sabe lo que quiere, le pone una jarrita de Grüner Weltliner con sifón (más vino que sifón, en verano es al revés). En la jarrita, en verde, hay pintadas unas parras, como ha sido siempre bei uns.

Alois Hitler, da un sorbo a la jarrita y saborea el vino, algo áspero.

En ese preciso instante, el trombo le bloquea el riego de sangre al cerebro.

Alois Hitler, sin comprender lo que le pasa, ve venir la muerte. Se va ladeando lentamente y su corpachón cae al suelo de la taberna con gran estrépito. De la garganta de Alois Hitler sale un borboteo. La lengua, azulada, sale de la boca como la carne floja de un molusco.

Acuden los parroquianos, acude la posadera. Ay el pobre Herr Hitler. No somos nadie. Llamen al médico. Pobre de su mujer, qué sola se queda (aún tiene edad para volver a casarse). Sí, pero entonces perderá la pensión. El capellán, el capellán.

No hay nada que hacer.

Alois, de sesenta y tres años, gordo, congestionado, morado y, sobre todo, muerto, ya no entretendrá sus ocios de jubilado con sus colmenas ni verá qué le deparará el destino a su familia ni en el año 1903, ni en el año 1904 ni en los siguientes.

Más de un siglo más tarde, en 2012, lo poco que quede de él y lo poco que quede de su mujer Clara, cuando ya solo haya un Hitler universalmente conocido (y no será Alois) será sacado de la tumba en que fue enterrado en aquel frío enero de 1903 (un pañuelo atado por la cabeza para que no se le abra la boca intempestivamente, el traje de los domingos con el que lo amortajaron).

Un remoto heredero, que se cambió el nombre en los años cincuenta para que nadie pudiera tirar del hilo del parentesco, decide vaciar la huesa para evitar que sigan viniendo a Leonding ultraderechistas con los que, probablemente, el difunto Alois hubiera tenido muchísimo en común.

(continuará)


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Comentarios

Una respuesta a «Hitler en Viena (1)»

  1. Avatar de Gonzalo
    Gonzalo

    Se os olvido poner que Döllersheim y toda la zona fue destruida por Hitler para hacer un campo de entrenamiento de la Wehrmacht (fuerzas armadas de la Alemania nazi)
    Se sospecho que Hitler lo hizo para borrar rastros de su pasado familiar.

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